Una de aquellas semanas en que caía viernes, a Eduardo le dio por hablar de cosas sobrenaturales a la altura de la segunda botella de Añejo Blanco. No estaba solo, siempre se las arreglaba para convoyar al amigo y arrástralo hasta el bar de la facultad con la excusa de que el semestre podía estudiarse en los últimos días. Empezó con el cuento de que a su prima le salió una mancha azul en el brazo el mismo día de la foto de sus quince y era por eso que en el álbum sólo se le veía con ropa de mangas largas. Luego continuó con el dolor que se le clavó al tío en una pestaña, los monólogos de su espejo y la noche en que la luna se le movió de lugar, antes de cederle el turno de eventual narrador a Carlos, quien recogió el vaso, se dio un trago de ron como para coger valor y, aún con el fuego pegado en la garganta, le contó la experiencia que tuvo un año atrás.
Resulta que en aquella ocasión, a finales del semestre anterior, sin recordar exactamente cuándo ni dónde, se percató de que su conciencia había abandonado su cuerpo. De un momento a otro, él, que entonces era solamente una conciencia ocupando un lugar en el espacio, se encontraba en un mundo distinto al suyo dentro de una casa extraña y carente de evidencias de limpieza de ningún tipo. Era como si a uno sin pedirle permiso le hubieran quitado el cuerpo, le cambiaran la realidad y le dijeran: a partir de ahora así es como tienes que andar por la vida. Ante tal acontecimiento y presa de la angustia, al principio trató inútilmente de explicarse su situación de conciencia ambulante, pero poco a poco la incredulidad fue cediendo ante la certidumbre cada vez más aplastante de los hechos. Después de un rato y sin poder revertir su estado, se dedicó a inspeccionar la casa. El piso estaba tan descuidado que la humedad y el polvo habían formado una costra irregular y ennegrecida, haciendo imposible cualquier esfuerzo futuro por su recuperación. Los rincones estaban repletos de porquerías, entre las que sobresalían restos de comida rápida y en cualquier momento quien entrara al domicilio podía ser golpeado por un tufo que salía del baño y arrastraba todos los olores de la casa. En general, aquel lugar tenía el aire de un templo abandonado sobre el que cayó, con un ensañamiento inexplicable, la maldición de algún dios inconforme.
Sabiendo que quedándose quieto no iba a resolver nada, empezó a hurgar en los rincones y dio con el dueño de la casa que estaba sobre los restos de una butaca mirando el televisor. Nunca en su vida había visto a aquel hombre de unos 60 años y dueño de un bigote abundante puesto en la cara, meticulosamente recortado y limpio de las impurezas del cigarro y el café. Cuando por fin uno se desprendía del magnetismo de aquel bigote, quedaba tiempo aún para fijarse en unos cuantos pelos largos peinados con esmero que se asomaban sobre su cabeza, ligeramente encrespados y dispuestos sobre los espacios que habían sucumbido a la alopecia, como si se hubieran seleccionado uno por uno. Estaba vestido de traje y en las partes no cubiertas por la ropa se notaba cómo el brillo de la lámpara del techo se le pegaba en la delgada capa grasienta que tenía sobre el pellejo.
Mas familiarizado con las cosas y al comprobar que no podía comunicarse con el hombre del bigote, decidió invertir su estancia en aquel mundo para interesarse en la vida del desconocido, con la esperanza de descubrir algo que pudiera ayudarlo. Registró en gavetas, cartas, armarios, objetos personales, escuchó llamadas telefónicas y presenció visitas que le permitieron hacerse una idea general de aquel sujeto que estaba desempleado, era alcohólico, sus hijos le reclamaban la casa y tenía sexo ocasional con una prostituta adolescente a cambio de cuatro libras de arroz a finales del mes. Un rato después, se acabó el programa de los domingos, el hombre desconocido apagó el televisor y subió para el cuarto en donde después de una breve pausa en la que pareció meditar, sacó una Colt calibre 45 de debajo del colchón, comprobó que estaba cargada y se la metió en el bolsillo trasero, antes de salir.
Posteriormente, abandonó la casa y atravesó todo el suburbio a pie para llegar al apartamento que había alquilado con dos días de antelación. Estuvo un largo rato apoyado en la baranda del balconcito tragándose la ciudad con los ojos y recibiendo la brisa ardiente de esa parte del país cuando, como a quien se le ocurre una idea, entró, se sacó la pistola semi automática del bolsillo, colocó una de las sillas del juego de comedor a un lado de la cama, se sentó en ella, y sin pensarlo dos veces se abrió la cabeza de un balazo. El impacto fue tan violento que los pedazos volaron hasta el espejo ubicado en la pared opuesta. Al cabo de un tiempo, sin poder explicarse cómo, Carlos volvió a su estado material como si despertara en su cuerpo.
—Espérate un momento. ¿Eso que tú me contaste es verdad? —dijo Eduardo visiblemente impresionado.
—De principio a fin, mi hermano —Carlos echó el vaso a un lado y se empinó de la botella.
—Es que no puedo creerlo. ¿Cómo es posible?
—Esa misma pregunta se la he hecho yo a los cuatro psicólogos que me han atendido y nada. Poco a poco me iré adaptando a la idea, pienso yo.
—¿Pero ven acá, Carlos y tú no tienes alguna idea de qué significó eso o quién puede ser el hombre del bigote?
Carlos lo miró, soltó una carcajada y después de darse un buche de ron le dijo:
—Claro que sí, mi hermano. Bueno, de lo primero no tengo ni idea pero de lo segundo sí y eso es lo más jodido de todo. Antes de tomar posesión de mi cuerpo asistí al entierro del tipo y cuando miré la lápida y me fijé en el año, la fecha de muerte no era la del año en el que yo creía estar, sino cuatro décadas en el futuro. Pero eso no es todo. Cuando vi el nombre escrito es que me di cuenta de quién era, y eso fue lo más extraño: el tipo era yo.
Autor: Daryl Ortega González (La Habana, Cuba, 1992). Se graduó de ingeniero en Telecomunicaciones y Electrónica por la Universidad Tecnológica de la Habana, José Antonio Echeverría (CUJAE). Motivado por la investigación en esta área del conocimiento, permaneció como profesor en dicha institución, donde obtuvo la categoría científica de Máster en Ciencias en el año 2021. Artículos relacionados con sus investigaciones han aparecido en revistas indexadas en Scielo. Paralelamente, ha mantenido su amor por la literatura, siendo miembro del taller literario Espacio Abierto. Cuentos suyos han sido publicados en revistas y antologías digitales como El Narratorio y El ojo de UK.