La faim, c’est vouloir. C’est un désir plus large que le désir. Ce n’est pas la volonté, qui est force. Ce n’est pas non plus une faiblesse, car la faim ne connaît pas la passivité. L’affamé est quelqu’un qui cherche. [1]
Tres de las actividades predilectas de mi cuarentena fueron leer, cocinar y recordar todo tipo de situaciones, emociones y sensaciones que me remitiesen a la vida en el exterior. Hago especial énfasis en ésta última porque vivir en el encierro es difícil cuando la realidad en la casa materna no es mejor que las circunstancias de afuera: una pandemia que acaba con la vida de millones de personas o una inminente crisis económica que nos deja varados en medio de la incertidumbre. Leer, cocinar y recordar me ayudaron a sobrellevar la situación de la mejor manera posible. Perfeccioné mi técnica para hacer pastel de cumpleaños, revisité lecturas que ocupan un lugar importante en mi corazón y recordé hasta el aroma de una mandarina que se pela con cautela en un salón de clases. No obstante, el desencanto y la desesperanza estuvieron presentes todos los días condicionando mis acciones y las otras emociones que surgían con el transcurso del tiempo. Salí bastante afectado, perdí planes, oportunidades y hasta llegué a creer que mi hambre había desaparecido.
A simple vista puede no parecer una tragedia y debo considerar que no puedo ser malagradecido, siempre tuve personas queridas cerca y comida en la mesa. Sin embargo, esta vez pretendo hablar del hambre en una de sus facetas menos crueles, quizás de las más idealizadas, del hambre como una experiencia personal más que como un fenómeno social —la hambruna es una catástrofe aparte que me importa pero que hoy dejaré de lado— pues esta sensación tan ligada a mi cuerpo apareció en dos de mis lecturas de confinamiento, Biographie de la faim (Biografía del hambre, en español, 2004) de Amélie Nothomb y A Moveable Feast (París era una fiesta, en español, 1964) de Ernest Hemingway, como uno de los ejes principales de las obras. Pretendo hablar del hambre de una manera muy personal porque, a pesar de caer en territorio de la contradicción, sé que ésta no me es ajena para nada, sé bien lo que es estar hambriento y desear con desesperación. Empero, antes de escribir mis reflexiones me gustaría empezar con esta pregunta: ¿qué es el hambre y por qué ansío relacionarla con la memoria?
En un sentido muy general el hambre es la sensación relacionada con la necesidad de comer para sobrevivir, de llevar bocados de pan a la boca para saciar el vacío que se manifiesta con brusquedad en el abdomen o con dolores de cabeza y sueño infinitos. Es una necesidad de comida, no importa el tipo, que aqueja a todos en mayor o menor medida y que, por su naturaleza cíclica, jamás deja de ser actual. En el mundo siempre hay alguien que sufre y siente hambre sin importar si ésta había sido ya satisfecha algunas horas antes. Cuando se trata de hambre física salivar, masticar y tragar son acciones que nos sacian mientras exista alimento disponible que se pueda llevar a la boca, pero en un sentido más literario el hambre funciona de manera distinta y se concibe principalmente como una pulsión humana relacionada con el deseo y el miedo al vacío. Y no es que el deseo y el miedo al vacío no estén presentes en el primero de los casos, mas en las obras literarias —en nuestras leyendas o en nuestros dichos populares— el hambre se construye como una metáfora y el alimento no es sólo alimento. En este caso la comida significa algo y las acciones de comer o dejar de comer también son simbólicas y tienen consecuencias más allá de la satisfacción física: Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas y Eva cedió el paraíso porque quería saber. El hambre necesita ser saciada de distintas maneras.
En Biographie de la faim, una obra que narra los primeros años de Nothomb como hija de diplomáticos, los viajes entre Japón y Nueva York y los trastornos alimenticios sufridos principalmente entre la niñez y la adolescencia; la escritora define el hambre como “ce manque effroyable de l’être entier, ce vide tenaillant, cette aspiration non tant à l’utopique plénitude qu’à la simple réalité : là où il n’y a rien, j’implore qu’il y ait quelque chose”. [2] Para Nothomb las ideas de “vacío” y “deseo” son indisociables y el hambre resulta un sentimiento exasperante causado esencialmente por la angustia de la insatisfacción —el hambre y la angustia se sienten en las entrañas—. No obstante, considerando el medio acomodado de la autora y sus inclinaciones hacia el exceso y el ayuno marcadas por la anorexia y el alcoholismo de sus primeros años, el hambre experimentada por Nothomb no puede ser sólo una respuesta física a las prohibiciones de alimento, sino que ésta se devela como una pulsión desesperada más amplia que parece infinita y que requiere de amor desbordante, de curiosidad por la vida y de experiencias singulares para ser sosegada. Para Nothomb tener hambre es en esencia querer llenar el vacío, es implorar un “algo” no identificable que va más allá del alimento, es ser consciente del deseo a través del tiempo y la memoria.
Por su parte, Hemingway también explora el hambre y la transforma en uno de los ejes centrales para la reconstrucción de su vida en París. En A Moveable Fest el hambre sirve como metáfora central para edificar una novela en la que el tema principal es el deseo juvenil de consumir la vida. A diferencia de Nothomb, Hemingway no otorga al hambre un tinte desesperado ni angustioso pues, pese a la pobreza hiperbólica narrada por el autor y la falta de alimentos recurrente, la etapa de esta vida parisina no pudo ser ni más fructífera ni más feliz que algún otro tiempo imaginable. A Moveable Fest es una historia sobre el primer amor y sobre los sacrificios que se cometen al ser joven y estar enamorado; “We ate well and cheaply and drank well and cheaply and slept well and warm together and loved each other”.[3] menciona Hemingway sobre la vida con su primera esposa, Hadley Richardson, quien acepta la visión del joven escritor sobre el hambre como motor creativo y deseo latente de producir o consumir arte. Sin embargo, explica Headley al joven Hemingway, existen diferentes tipos de hambre y un sentimiento no puede ser satisfecho por comida o literatura solamente. “memory is hunger”[4] asevera Richardson a su marido pues, para Headley, memoria y hambre van de la mano porque hacen evidente la falta de “algo” y el vacío que esta falta origina. ¿Es posible que la memoria sea vacío?
Aceptar que la memoria es hambre es ser conscientes en extremo de nuestra situación actual, pues ambas remontan involuntariamente a tiempos pasados donde alguna vez todo fue mejor: los días de los abrazos con amigos que ahora están lejos o simplemente los tiempos de cercanía en los que compartíamos el alimento sin miedo. Memoria y hambre nos hacen conscientes de que el tiempo se escapa para no regresar y que lo único que queda de estas sensaciones melancólicas es anhelar un futuro próspero y sin complicaciones, pues éstas no se restringen solamente al pasado, sino que se amplían hacia el presente y el futuro buscando no perderse en la pasividad. Recordar es desear, es tener hambre y eso es lo que me queda a pesar de que tener hambre en el encierro no es la mejor manera de sobrellevar la vida. Sin embargo, al final, quizás está bien que el cuerpo guarde aún un poco de deseo ya que recordamos, comemos y escribimos para persistir en el tiempo. Escribimos y leemos porque tenemos hambre.
Puedo asegurar que los últimos meses he vivido sólo de memorias, de deseos puntuales tan intensos que pueden rastrearse en los años que llevo de vida y que decantan necesariamente en la nostalgia. Una caricia sobre un suéter de algodón, el olor de una reunión de amigos o el sabor de un beso después de un sorbo de té son sensaciones que me impiden no sentir hambre. Tengo hambre de experiencias: de roces, de susurros, de estar enamorado y de los lugares en los que he sido irremediablemente feliz o lastimosamente triste; necesito a las personas que han partido y que me besen en la frente porque el vacío es imponente y la insatisfacción es la realidad que me aqueja. Tener hambre para mí, en este momento, es convencerme de que indudablemente existieron tiempos felices y que el futuro es incierto, que no me queda más que desear y por eso escribo. Quizás lo único bueno que resulta de esta hambre es que me da consciencia de mi propia existencia y de mi capacidad de anhelar a pesar de la situación. No quiero vivir más en el encierro, angustiado. Lo que me resta es conocer este cuerpo que está descompuesto por el hambre y la memoria para después repararlo, pero ¿cómo hacerlo desde aquí?
[1] El hambre es querer. Es un deseo más amplio que el deseo. No es voluntad, que es una forma de fuerza. Tampoco es debilidad, ya que el hombre no conoce la pasividad. El hambriento es alguien que busca.
[2] esa falta espantosa de todo el ser, ese vacío atenazador, esa aspiración no tanto a la utópica plenitud como a la simple realidad: allí donde no hay nada, imploro que exista algo.
[3] Comíamos bien y barato, bebíamos bien y barato, y juntos dormíamos bien y con calor, y nos queríamos.
[4] la memoria es hambre.
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Autor: Gustavo Robles Cruz (Puebla, 1996). Egresado de la licenciatura en Lengua y literaturas modernas (Letras Francesas) de la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Me interesa la literatura de los siglos XVIII y XX, el teatro y el género epistolar. A veces escribo cuando me siento perdido.