Por Yanuva León
Fotografía de Manuel Fernández
Es ligero, breve (cosa que, salvo en lides amatorias, siempre se agradece) y cómodo de llevar. Portada sin muchas ambiciones estéticas: fondo blanco, tipografías negras y rojas, dos líneas horizontales, la imagen de una pistola entre dos palabras a modo de silencio imperativo, y el sello de Editorial El Colectivo. Arriba dice: “Matías Segreti”. En el centro, ocupando tres cuartas partes del espacio, se lee: “Aunque a nadie ya le importe”.
Incluso para quien no ha escuchado nunca la pieza musical de título homónimo, es inevitable recibir el tufo a tragedia, nostalgia y desenfado, como si una boca despechada exhalara cerca de la nuestra, su trasnocho. Pero la negación que comporta la dimensión semántica de la frase, termina siendo una invitación a mansalva. La conjunción (“aunque”), concesiva en este caso, anuncia que la trama tiene lo suyo, y a pesar de que de inmediato se asegura que aquello que se va a narrar ya no importa a nadie, resulta una estrategia efectiva para percutir un buen chisme. El lector curioso no tendrá opción, abrirá el libro y husmeará. Listo, así se habrá jodido maravillosamente, porque la mandíbula del bicho no lo soltará hasta llegar al punto final.
Una vez dentro, algunas expresiones de la dedicatoria sugieren la nacionalidad del autor, y en las últimas líneas de la primera página, la voz de uno de los personajes nos deja claro que los acontecimientos se desarrollan bien al sur del continente americano, en Argentina: “Ahí está el pelotudo, con regarlo una vez por día, sobrevive”.
La historia está narrada en primera persona, lo cual (ya se sabe) confiere al relato una atmósfera confesional e íntima. Sin embargo, no se trata de un discurso ceremonioso, como se haría frente a un sacerdote o una autoridad jurídica. El tono, por lo contrario, es confianzudo, desprovisto de ambages, diáfano, casi nos sentimos frente a un buen amigo, o escuchando a un tipo urgido de echar el cuento de su vida mientras espera el tren:
Después de escuchar a Eduardo decir que las propinas movían la economía nacional, decidí que necesitaba un descanso. Fui hacia mi despacho, y me recosté en el sillón chester, de cuero marrón. Tomé el iphone para navegar un rato por las redes sociales, y ver si la colombiana que había conocido en México había subido alguna foto en tanga. En ese instante me llegó un mensaje:
―Hola Wacho! Soy Juanchi.
¿Wacho? Hacía años que nadie me llamaba así. Miré hacia los costados con pudor, intentando que mis empleados no vieran un sobrenombre que nada tenía que ver con mi vida actual. Con solo una palabra el pasado me tomó del cuello y me convirtió en su rehén.
Apenas en cinco páginas nos enteramos de que el protagonista es un empresario de clase acomodada, jefe de trabajadores refinados, orgulloso de ostentar sus objetos de lujo en una oficina ubicada en la zona “cheta” de la capital. Un sujeto inteligente que supo aprovechar la oportunidad que le dio la vida. Oportunidad: ponerle cerquita a un imbécil manipulable con muchísimo dinero. Así creó una consultora financiera para Latinoamérica, que lo sacó de una dependencia de ministerio público donde laboraban hacinados veintisiete empleados hediondos a “ajo, cebolla frita, colectivo explotado, desodorante berreta y chipá”. Pero el punto de quiebre llega pronto, un mensaje de texto es el vórtice que nos lleva a la década de los años noventa y nos hace testigos de las andadas adolescentes de un grupo de pibes de clase baja.
La novela, ópera prima del porteño Matías Segreti, publicada a finales de 2018, demuestra una destreza narrativa soportada en tres patas sólidas: lenguaje desprolijo, humor cáustico y diálogos impecables. Sobre estas bases se pincelan lugares, situaciones profundamente emotivas y personajes vigorosos, superpuestos en un fondo que trasluce el acontecer social de un país enfangado en el neoliberalismo.
Sin recurrir a reflexiones históricas solemnes, a tratados políticos o a circunloquios moralizantes de aburrida estampa, ceñido con estricto rigor a la eficaz descripción de acciones que mantienen en vilo el interés del lector, el narrador va desplegando asuntos que aquejan no solo a la Argentina moderna sino a la totalidad de este continente llagado. Especial atención merecen dos temas transversales a la obra: la violencia de género y la lealtad entre amigos de los barrios desposeídos. El devenir de los protagonistas está signado por estas fibras demasiado sensibles.
―¿Qué mirás? ¿A ver si viene algún guacho a salvarte? Estás en mi barrio, pendeja. Acá mando yo –le dijo el Tuerto.
―No, no, todo bien.
―Todo bien las pelotas. ¿Entendés que si tomabas la birra conmigo, esto no pasaba? Esto es culpa tuya, por gila –el Tuerto tenía los ojos como brasas de carbón, y su aliento a pasiennes, alcohol y merca iba metiéndose en la nariz de Flor–. ¿Sabés qué? Ahora se me fueron las ganas de tomar una birra –le decía el Tuerto mientras sacaba de su bolsillo una sevillana color roja y avanzaba sobre Flopi.
―Pará, pará –intentó defenderse Florencia, que se iba congelando a medida que el pánico ganaba su cuerpo.
―Ahora me decís “pará”, ¿no? –y la agarró de los pelos con una de sus manos mientras apoyaba sobre el cuello la hoja de la navaja– Quedate quieta y vení, no grites y no te va a pasar nada.
La fatalidad, inherente a las tragedias desde la antigua Grecia, acontece en Aunque a nadie ya le importe como arquetipo contemporáneo de la pobrecía latinoamericana. Pero también perviven los primeros temblores de cuerpos erotizados, el enamoramiento que promete con desbarrancarlo todo a punta de cariño, la juntura de nocturnidades alicoradas, el amor viril entre hermanos de la calle que arriesgan la vida como héroes sin glorias qué reclamar, la rumba, la risotada, la burla cómplice, la ternura. La nostalgia y la ternura.
Después de cerrar el libro, me enteré de que “wacho” (como se apoda al personaje principal) significa “yunta, pana, parcero, carnal”, o cualquier término del habla popular que nomine a un buen amigo. Este guiño me permitió hacer más patente el sentido simbólico, incisivo y conmovedor de la obra.
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Matías Segreti (Argentina, 1982), nació en el barrio de Chacarita, en plena Ciudad de Buenos Aires. Es autor de Aunque a nadie ya le importe, publicada por Editorial El Colectivo, de Argentina; del libro de cuentos Los brutos, próximo a publicarse por Editorial Gato Viejo, de Perú; y de la novela inédita El día que conseguí trabajo. Actualmente, trabaja en un libro de relatos breves, es alfabetizador de adultos y se dedica casi a tiempo completo a ser papá de la hermosa Olivia.