I
La soledad de la escritura,
como la mano que escribía en la pared,
a veces nos aterra porque
en ella
se conforman las ideas
más inquietantes;
porque entendemos
el mensaje que no queríamos
conocer y que estraga
nuestro pequeño festín babilónico.
Traza esta soledad signos
extranjeros, fronteras lingüísticas
en donde somos mimos
o analfabetas a la espera del intérprete.
El idioma (mañana tal vez
o en otro momento)
será oscuro, y sólo los amantes
del tiempo antiguo
porfiarán en las academias
por aproximarse —más mal que bien—
al ansia que petrificaba la boca,
que hacía gritar a la mente.
Entonces seremos todo,
excepto
nuestras (claras) palabras:
un ensayo,
un homenaje,
un libro del libro,
un intento
por alcanzar el pasado.
II
La poesía no es como la vida,
sino la vida misma;
no es como el amor,
sino el amor mismo.
No sirve, a la verdad, para aliviar
la frustración,
pero ayuda a encontrarla
cuando eres un mal poeta
(porque no fuiste concebido para ello),
quien no merece siquiera el nombre
ni las palabras con que compone
sus malos versos.
Tampoco sirve para innovar,
mucho menos para conseguir sitio entre los grandes:
llegamos tarde.
Siglo XXI: se acabaron las coronas,
los dictámenes que descubran
a un versificador óptimo.
No sirve la poesía para el dinero
o la gloria del mundo
(a menos que vivas de ella,
como hacen los más).
Si acaso, sueñas con versos de platino
y ritmos horacianos,
o deseas ser Vallejo o Pellicer
y maldices tu suerte porque naciste
cuando exhaló el último poema.
Sirve, ante todo, para recordarse,
para hablar de sí misma,
porque donde calla el hombre,
allí gobierna la poesía,
y siente pena de cada verso
humano.
***
Autor: Diego Mora es licenciado en Letras Hispánicas por la UNAMy corrector de estilo independiente; como corrector, ha trabajado para el FCE. Sus gustos principales son la poesía, la exégesis bíblica, la enseñanza y la gramática española. Actualmente toma un curso básico de griego clásico.
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