Él es un lector compulsivo, ahora que lo piensa no sabe si su tendencia a la soledad lo ha hecho leer tanto o fue la lectura la que lo hizo un solitario.
Ivonne Reyes Chiquete, Muerte caracol
En Edipo Rey, Sófocles demostró que la tragedia ofrece posibilidades más allá de su estructura clásica. Con un inicio in media res, de modo que su protagonista tenga que descubrir los acontecimientos que lo han llevado hasta el punto actual, no sólo jugó con los conocimientos del público sobre el personaje mitológico, sino que sentó las bases para un género que nacería mucho más adelante: la novela policiaca. En Muerte caracol (UANL, 2023), Ivonne Reyes Chiquete experimenta con los clichés del género para cuestionar las ideas preconcebidas de los lectores. La novela, ganadora del premio Una vuelta de tuerca en 2009 y recién reeditada por la Universidad Autónoma de Nuevo León, es más que mero entretenimiento; nos invita a reflexionar sobre la maldad humana, la violencia contra las mujeres y la influencia de los productos culturales en la formación de la personalidad.
Como hizo Sófocles en Edipo, Reyes Chiquete comienza en medio de la acción, “descuartiza” su novela. Las primeras palabras que leemos son “Capítulo III”, en referencia a El asesino del caracol, libro que está leyendo el protagonista, Carlos Sobera. Nos encontramos ante un relato marco, con la historia de Sobera en un primer nivel y la de El asesino del caracol en un segundo. Formato y estilo ayudan a diferenciar bien ambas partes, con una tipografía distintiva o incluso regionalismos del español peninsular que replican el tono de los thrillers estadounidenses de serie B, normalmente traducidos en España o Argentina. Así, Muerte caracol trasciende la narración de dos historias entrelazadas y se convierte en un ejercicio de reflexión e incluso crítica del género policiaco desde éste mismo.
Es fácil tachar al argumento y los personajes de El asesino del caracol, la novela enmarcada, de estereotipados o predecibles. Por ejemplo, el asesino serial tiene traumas infantiles, un alter ego que controla su voluntad cuando mata y una obsesión malsana por las mujeres rubias. Sus asesinatos van además acompañados de una “firma” morbosa: introduce un caracol en un orificio del cuerpo de su víctima. Por su parte, el detective encargado del caso es un obseso del trabajo abandonado por su novia. Otra de las protagonistas es una periodista ambiciosa obligada a abrirse paso en un mundo masculino como el periodismo de sucesos. Ahora bien, nada de esto es casual, puesto que la autora juega con arquetipos y estructuras conocidas para producir un sentimiento de ironía trágica en el lector; desde la primera página sabemos que habrá tortura y asesinato, y aun así la curiosidad morbosa nos impide dejar el libro de lado.
Y como vosotros podéis imaginarse, la repulsión que vi en los ojos de esa mujer, lejos de desanimarme, incrementó mi curiosidad.
Ivonne Reyes Chiquete, Muerte caracol, UANL, p. 58
Nuestro juicio a El asesino del caracol no dista mucho del de Carlos Sobera, quien dice que la novela que está leyendo es “regular”, con “personajes algo estereotipados” a los que “quizá les falta profundidad psicológica real”. Reyes Chiquete entra pues en un juego metaliterario donde observa desde la distancia la creación propia. Porque la historia sobre asesinos seriales y policías no es sino un pretexto para reflexionar en torno a la naturaleza de Sobera, el verdadero protagonista: un anodino empleado administrativo en un hospital amante de la novela policiaca que fantasea con asesinar a ancianas. Durante el breve periodo de tiempo que dura la lectura, seguimos su rutina, conocemos sus pensamientos más oscuros y nos adentramos en su infancia, adolescencia y juventud; la superficialidad de los personajes de la “metanovela” queda compensada con un protagonista complejo y bien definido. Sobera devora el libro, lo “descuartiza” e incluso se salta capítulos para llegar al final.
Mucho se ha hablado de los lectores del género policiaco. ¿Qué hay detrás de esta afición? ¿La necesidad de evadirse del monótono día a día? ¿Plantar cara al miedo a andar sola por la noche? ¿O quizá es la única forma de canalizar una parte oscura que no nos atrevemos a mostrar al mundo?
Dichas preguntas convergen con reflexiones sobre la motivación de los asesinos seriales. La autora recupera el debate “naturaleza versus crianza” popularizado durante el siglo XIX por los autores naturalistas: ¿está el crimen impreso en nuestro ADN o lo fomentan los factores ambientales y sociales? ¿Somos todos asesinos en potencia que nos controlamos por encajar en sociedad?
Al contrario que los autores naturalistas, Reyes Chiquete no impone su opinión al lector, sino que ofrece varias pistas para invitarnos a sacar nuestras propias conclusiones. Si bien la infancia del asesino del caracol está marcada por una madre castradora, la familia de Carlos Sobera sólo puede ser acusada de ser “increíblemente anodina”. En su caso, el placer causado por el sufrimiento de los demás no tiene causa aparente. La autora apunta a que todos tenemos parte de esta maldad primigenia escondida dentro nuestro, y es la sociedad quien nos contiene:
Cuántas veces ha escuchado que las sociedades modernas, en enajenamiento, son las culpables de los altos índices de criminalidad, pero ¿no será que nuestra naturaleza es violenta y que hemos logrado dominarla gracias a la convivencia? Las masas están conteniendo a la bestia dentro de cada uno de nosotros. Pero basta una fisura en la civilización para que nuestro verdadero yo, primitivo, se muestre.
Ivonne Reyes Chiquete, Muerte caracol, UANL, p. 96
Reducir el asesinato sistemático de mujeres a la maldad humana inherente puede no complacer a todos, sobre todo teniendo en cuenta el gran número de feminicidios en América Latina. Si bien de manera sutil, cabe notar que la autora reflexiona sobre las implicaciones sociales del crimen, desde el machismo hasta el beneficio económico generado por el tratamiento morboso y exagerado de algunos casos en los medios.
Aunque no llame la atención de Carlos Sobera, el universo de la novela El asesino del caracol tiene una constante: la misoginia. Incluso cambiando el punto de vista en cada capítulo, todos los personajes están marcados por la ideología machista imperante. Tenemos aquellos que sufren sus consecuencias, desde las víctimas del asesino del caracol hasta Emily, una de las amigas de las asesinadas (cuyo monólogo interno está caracterizado por el odio a su cuerpo y la comparación constante con otras mujeres). Otros personajes aceptan la injusticia del sistema y la usan a su favor, como la periodista que hace uso de su sexualidad para ser tomada en serio y avanzar profesionalmente.
Finalmente, están los partícipes que reducen las mujeres a un pedazo de carne: los hombres en posiciones de poder, como los policías encargados del caso, o el mismo asesino del caracol, que busca reclamar su dominancia matando. Especialmente destacables son las palabras que usa para describir a las mujeres: “la zorra de la minifalda”, “la estúpida del escote en V”, “la puta de zapatos blancos”, “la imbécil con sombra de ojos lila”. Esta visión corresponde con la llamada “mirada masculina” de Laura Mulvey en su artículo “Placer visual y cine narrativo”: no ve a las mujeres como individuos, sino que fragmenta su cuerpo y lo reduce a un atributo material. Más adelante, el jefe de policía habla de “la tía guapa de tetas grandes de Desplegados”. Aunque no hay odio en su discurso, el desprecio hacia las mujeres es el mismo que expresa el asesino del caracol.
Reyes Chiquete tampoco pasa por alto el lucro generado por el crimen. Después de la sensacionalización de casos como el de Jeffrey Dahmer en Estados Unidos, “la Mataviejitas” en México o el crimen de la Guardia Urbana en España, todos con controvertidas series en Netflix, no podemos evitar preguntarnos por la legitimidad de estas iniciativas. Recientemente, Black Mirror (irónicamente, también en Netflix) reflexionó sobre ello en el episodio “Loch Henry”: si bien algunos de los proyectos pueden nacer con la intención de honrar a las víctimas y difundir “la verdad”, en la mayoría de los casos el beneficio económico se acaba imponiendo. En El asesino del caracol, vemos cómo la ambición de dinero y poder dicta los actos de todos los personajes. Un fotógrafo forense confiesa al lector (Carlos Sobera y, a su vez, nosotros mismos) el enviciamiento de su motivación para trabajar: de tomar fotografías para “revelar la verdad” a considerarlo “la muerte elevada a arte”. Un director de un periódico no duda en publicar una nota que le envía el asesino, aunque pueda poner en peligro a sus trabajadores, para tener la primicia. En un mundo corrupto, ¿podemos confiar en quienes deberían protegernos?
Gracias a su estructura enmarcada, Reyes Chiquete nos invita a cuestionar las convenciones de la novela policiaca de la mano de Carlos Sobera, un protagonista atípico que, lejos de ser una página en blanco con la que nos podamos identificar, refleja la parte oscura del alma humana escondida detrás de una pátina de normalidad. Así pues, nos coloca frente a un espejo para hacernos reflexionar sobre nuestra naturaleza y la necesidad de contener a la bestia que tenemos dentro. Sin embargo, quienes lleguen al final descubrirán que el asesinato no es la única salvación; quizá la lectura y escritura de novela policiaca supongan precisamente nuestra salvación.
Quien quiera leer esta novela “descuartizada”, ya puede adquirirla en la tienda en línea de la UANL o en su red de librerías.