El arte le gana al arte

Ilustración de Paulina Bejos

Quiero llegar a un punto y para eso debo hablar de dos obras de arte. La primera es una pintura de Alex Katz titulada Morning Coffee (1977). Se trata de una composición plana y sencilla, limpia y caricaturesca como es el estilo del artista, en la cual miramos a una mujer que bebe café (como nos revela el título) de una taza. O quizá sería más preciso decir que es la bebedora de café quién nos mira y no al revés. La pintura es enorme: mide dos metros y medio de alto por tres de largo, y el rostro de la personaje ocupa prácticamente todo el encuadre. Los almendrados ojos cafés nos observan por encima de la taza inclinada y el tiempo se detiene. La mirada de la gigante me obsesiona; es a la vez coqueta y desafiante, pero también afectuosa y noble. En su ser imponente caben todo tipo de atributos. Su trago de café suspendido me hipnotiza durante varios minutos. Se trata de un caso impecable de aquellas hipótesis que consideran a las pinturas como ventanas a otra dimensión. Cuando empiezo a salir del encantamiento no puedo evitar pensar “me urge un café”. 

En segundo lugar, debería hablar de una de las esculturas de fieltro del artista y teórico del minimalismo Robert Morris. La pieza que me interesa es de 1984 y se titula Green, verde, pero yo la recuerdo más bien como azul turquesa. Es un gran pedazo de fieltro teñido y comprimido uniformemente, el cual se cuelga de la pared y descansa sobre el piso. El extenso pedazo de tela cuenta con cortes y pliegues estratégicos que crean una forma simétrica y deliciosa. Parece unos inmensos pantaloncitos bombachos o la entrada a una carpa de circo. Es una pieza también sencilla y hermosa, menos intimidante y más tierna. Genero inmediatamente un cariño particular hacia ella, como si se tratase de un gran peluche esponjoso y suave. “La quiero, la amo, me encanta esta pieza”. Siento el particular alivio que resulta de poder decir esto sencilla y genuinamente sobre una obra de arte. 

Ahora bien, para llegar a donde quiero llegar no puedo detenerme aquí, tendría que hablar también de los contextos en los que he visto ambas obras. Empezaré ahora con la escultura de Morris. Resulta que hace un año me encontraba en una galería de la colonia Roma para una inauguración a la que asistí en mi personaje de reportera. En realidad llegué antes de la inauguración porque a la prensa se nos destinó un momento previo a la llegada del público en general. Una mujer joven, empleada de la galería, me recibió y me acompañó durante mi visita. Nos volvimos amigas. Cuando terminamos de ver todas las piezas me preguntó si quería una cerveza de las que ofrecerían unas horas después en la inauguración, acepté y la seguí hacia la oficina en la parte posterior de la galería. Ahí, entre MacBooks Air, plumas Muji y sillas blancas, estaba la obra Green suspendida en la única pared de buen tamaño dentro del reducido espacio laboral. Minutos antes de entrar a la oficina hubiera pensado que mi capacidad apreciativa había dado de sí aquella tarde y que mi único interés era tomar una cerveza y seguir platicando con mi nueva amiga, pero la pieza de Morris me tomó gozosamente desprevenida. 

La pintura de Katz, por su parte, se encuentra en el mezzanine de las escaleras que conducen a las oficinas del Museo Tamayo (comienzo a acercarme al punto de llegada). Se trata de una obra cómplice del trayecto ascendente y descendente de lxs empleadxs del museo. La bebedora de café recibe y despide las jornadas laborales, funge como guardiana de las actividades que suceden tras bambalinas en el museo. Mirarla o ser miradx por ella constituye siempre el inicio y el fin de algo. A su manera, como la obra de Morris, la pintura también se asemeja al umbral de un circo.

La experiencia de ambas obras ha determinado una fisura en mi camino. Ante Green y Morning Coffee he desautomatizado mi movimiento, me he encontrado desarmada. Sin embargo, no son las piezas por sí solas las que han potenciado estos efectos.

No es ninguna novedad señalar que las obras de arte poseen, por naturaleza, un carácter mutante. Y esto es así no sólo en las denominadas “artes visuales”. Pienso en la pluralidad de experiencias que pueden derivarse de ver una misma película a partir de dónde se ve, en compañía de quién, a qué hora del día, si se ve con hambre, con deseo o con desgana. Los contextos dentro de los cuales se inscribe una obra de arte pueden iluminar diferentes capas de sentido en ella. El contenido de una pieza es afectado por lo que sucede más allá de su marco y viceversa. 

Si pensamos en el contexto dentro del cual he visto habitar Morning Coffee y Green, nos encontramos con cierta especificidad curiosa. Ambas piezas forman parte de tejidos que constituyen órganos que a su vez componen el sistema artístico actual. Órganos dentro de los cuales constantemente se ve elaborado el ser del arte: se delimita, se racionaliza, se monetiza, se organiza y se presenta. Sin embargo, tanto Morning Coffee como Green, han ocupado, por momentos, un rol externo en relación a estas labores, les han dado la vuelta. Ambas rebasan las actividades escrupulosas que se llevan a cabo en sus moradas, inundando de arte lo que pretende contener al arte. Mi punto es justo ése: el arte siempre termina ganándole al arte.


Ilustradora: Paulina Bejos (CDMX, 1998). Estudia la carrera de animación cinematográfica en la Escuela Superior de Cine.