Pintura: Retrato de un artista, David Hockney
Comencé a ser una adulta hace poco tiempo, o bueno, por lo menos a autopercibirme como tal. Para mí, devenir en esta etapa ha tenido poco que ver con empezar a notar pliegues en mi cuerpo donde antes no había, y todo con lo que significa la independencia. Es un término que empiezo a escuchar en todos lados y normalmente bajo un solo contexto: la independencia económica. Pareciera que éste es el único objetivo para vivir una vida plena; una vez cumplido, podremos descansar
Comienzo a notar en mis círculos sociales conformados de adultos jóvenes la tensión y el estrés por alcanzar esta libertad. El burnout se apodera de nosotros. Las pláticas en fiestas ya no se tratan de cosas banales o intereses personales, sino de a qué amigo le dieron trabajo en Estados Unidos y a quién corrieron recientemente. Hablamos de nuestros jefes, nuestros compañeros de trabajo y el trayecto a la oficina. De un instante a otro, la necesidad insaciable de cumplir con nuestras metas se apodera de nuestra existencia y somos lanzados a la fuerza laboral sin capa ni espada.
A veces me pregunto en qué momento pasó a ser así. Por más que veíamos a nuestros padres cansados de lunes a viernes, intentando convivir entre llamadas y bostezos, nada nos preparó para entrar al grueso de la cotidianidad adulta. Los días existen alrededor de las ocho, nueve o diez horas que trabajamos y las restantes las ocupamos para dormir o pensar en lo que tendremos que hacer el siguiente día.
Yo he sido una ferviente víctima del mito de la productividad, recargando mi valor en cuánto gano y los resultados que entrego. Mi autoconcepto se acomoda a lo que me pide mi trabajo actual y entre más halagos recibo, más tiempo le quiero dedicar. La productividad comienza a fungir como el centro de mi existencia. Los cumplidos que vienen de mis superiores se vuelven adictivos, como tokens coleccionables de aspectos que podré presumir en mi siguiente entrevista de trabajo o en la revisión anual de resultados.
He escuchado la frase “equilibrio entre vida y trabajo” de vez en cuando, pero nadie sabe realmente cómo llevarla a cabo. ¿Cómo encuentras un balance entre algo a lo que le dedicas cinco días de la semana y los que quedan? Incluso matemáticamente es imposible. Esto en un caso ideal, porque hay trabajos que consumen cada minuto de nuestras vidas. El formato freelance o los puestos dedicados al servicio al cliente son ejemplos de oficios que nos obligan a estar pendientes incluso los fines de semana. Las empresas y las redes sociales están luchando por apoderarse de cada segundo de nuestro tiempo libre y ambas construyen un caso convincente. Se apoderan de nosotros desde el autoconcepto, diciendo que debemos trepar la escalera social para convertirnos en la persona que queremos ser, y esto sólo se consigue siendo productivos el mayor tiempo posible.
En la obra de David Hockney, Retrato de un artista (1972), podemos ver dos figuras: un hombre nadando en una alberca y otro viéndolo desde el borde. A pesar de haber visto esta obra antes, miré la imagen y lo único que pensé fue: “¿Hace cuánto tiempo no voy a nadar?”. Me sentí el hombre al borde de la alberca, con mi ropa de vestir asomándome en el agua, pensando en todos los pendientes que debía cumplir antes de echarme un clavado.
He encontrado en el ocio una especie de asombro. El trabajo no es fácil de obtener, pero que lo busquemos está bien valorado en la sociedad. Tener una vida fuera del trabajo es aún más difícil de obtener, pero no se espera de nosotros que la tengamos. El tiempo libre pasa a ser algo que debemos defender para obtener. En italiano existe la frase “il dolce far’niente”, que se traduce literalmente como “el dulce no hacer nada”. Ahora entiendo lo difícil que es obtener este estado mental. Aunque tenga tiempo de no hacer nada, los pendientes que se aproximan se apoderan de mi cabeza. Encontrar la dulzura en no hacer nada es algo que se aprende. Incluso el descanso puede ser agotador si no sabemos cómo llevarlo a cabo.
El otro día leí que Monet hizo 250 óleos de los nenúfares que había en su jardín. Me pregunto: ¿yo tendría la capacidad de ver las mismas plantas todos los días y hacer 250 pinturas de ellas sin hartarme? Estoy segura de que alrededor de la número 26 estaría preguntándome si no hay un mejor uso de mi tiempo. Incluso teniendo la capacidad de hacerlo, ¿tengo las posibilidades? Sólo quien tiene la certeza de que el cuadro se venderá a un precio que le permita pagar la renta tiene el tiempo para pintar el mismo cuadro una y otra vez. Hubiera sido una locura preguntarle a Monet si no cree que debería de estar haciendo algo más que pintar nenúfares.
Pienso en mi abuelo, que falleció hace unos meses. Mi abuelo era la persona más alegre que he conocido; no fue hasta su lecho de muerte que se le comenzó a desvanecer la sonrisa. Él hacía el mismo viaje a España todos los veranos, hospedándose en el mismo hotel de Madrid y comiendo en el mismo restaurante los mismos tres platillos. Mi mamá decía: “No entiendo cómo no se harta de hacer lo mismo”. Ahora pienso: “qué dulzura tener el tiempo y los recursos para gozar de hacer lo mismo”.
Pienso en lo que requiere pintar un paisaje como los que hizo Monet por Venecia y París: observar cada detalle para después construir sobre el lienzo, agregar capa tras capa de pintura buscando lograr el tono y la textura deseada, ver el mismo atardecer una y otra y otra vez hasta que la luz que entra por las retinas se distorsione e invente colores que antes no estaban. Dejar a la imaginación volar con imágenes que no existen en la realidad, sino que se forman por la percepción individual de las cosas. Pintar, esculpir, diseñar o cualquier quehacer que requiera creatividad necesita de algo que el sistema de producción no nos brinda: tiempo. Tiempo no sólo para crear, sino para pensar, sentir y descansar.
Lo curioso es que incluso el tiempo libre es algo con lo que se nos exige ser productivos. Rodolfo Munguia explora esto a mayor profundidad en su columna Sequía, haciendo alusión a los cientos de libros y canales de YouTube dedicados a mejorar los hábitos de organización para que después tengamos tiempo para hacer lo que es “realmente importante”, refiriéndose a lo que hacemos por goce y no por un salario. Sin embargo, también señala que lo más importante bajo un sistema tecnocapitalista jamás es el disfrute, sino el trabajo.
En búsqueda de mi independencia pienso que, primero, quiero aprender a ver el mundo como lo veían Hockney, Monet y mi abuelo. Estoy entendiendo que no hay nada de glorioso en solo aspirar a escalar y nunca estar conforme con donde estoy. La constante necesidad de crecimiento profesional nos priva de disfrutar por lo que estamos pasando actualmente, sintiéndonos abrumados por la posibilidad de nunca movernos de lugar. La realidad es que, aunque quisiéramos, no podemos quedarnos en el mismo sitio para siempre. Bien lo decía Heráclito “Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos”.