Ilustración de Carlos Gaytan
Hemos visto que las mayores corporaciones de Silicon Valley tienen amplias oficinas para la libre circulación de sus empleados. Proveen a sus trabajadores de entretenimientos variados que van desde restaurantes y cafeterías completamente gratis, hasta toboganes y trenes para el transporte intra-oficina. Así, los ingenieros de software, los analistas de datos y los ejecutivos de marketing pueden liberar su mente de las extenuantes jornadas que dedican a la consolidación de sus emporios transnacionales.
Las presunciones laborales de muchas personas de nuestra generación atraviesan el modelo de la startup joven e innovadora. Nos han vendido bien el sueño del American way of life, la visión de Steve Jobs, la suerte de Mark Zuckerberg y el privilegio de Elon Musk. Pero en lo que no muchos reparan es que para que exista un conglomerado de oficinas vanguardistas como las de Mountain View son necesarios cientos de centros de distribución y embalaje de Amazon en los que sus empleados ni siquiera pueden permitirse ir al baño. Y para que las oficinas de Apple habiten tranquilamente en Cupertino, California, son necesarias miles de horas de trabajo precarizado de repartidores de apps de delivery alrededor del mundo.
Los modelos de negocio de Silicon Valley reposan sobre la idea de transferir libertad a los usuarios. Somos supuestamente libres para buscar casi cualquier tipo de información en Google, para decidir nuestros horarios conduciendo un Uber o para producir videos virales en TikTok. Pero lo cierto es que esa libertad es un engaño. Google tiene el algoritmo PageRank que determina a cuál información podemos acceder y a cuál no. Uber castiga a los conductores que no pasan suficiente tiempo activos en la aplicación. Y TikTok limita el alcance a sus creadores por no subir contenido diario. El ideal de la libertad es destruido cuando la startup requiere hacerse global, cotizar en bolsa o extender sus alcances.
WeWork, por ejemplo, se vendía como la revolución más grande de todas las industrias al prometer la transición hacia el trabajo comunitario o co-working; pero no sólo eso, WeCompany se creó para incidir también en la educación al fundar una escuela primaria privada. Se tenía en mente una lenta transición hacia la co-life. Su CEO, Adam Neuman, encajaba en el molde del emprendedor e inversor visionario y poco ortodoxo, quizá con la única diferencia de que parecía ser mucho más carismático que Steve Jobs; logró convencer a todo el mundo con su modelo de negocios. SoftBank, una corporación japonesa que inyecta dinero en startups tecnológicas con la esperanza de que les reditúen en el futuro, decidió invertir 4.4 mil millones de dólares en WeWork. Sin embargo, antes de salir a bolsa, la valoración de la empresa bajó estrepitosamente y los inversores notaron que WeWork era más una máquina de quemar dinero que una revolución. Hoy la compañía se encuentra en caída libre, apenas salvada por unas cuantas inyecciones de capital.
El sueño de Silicon Valley sólo funciona para unos cuantos. A pesar de que el discurso de estas empresas propone la competencia, la libre elección y las alternativas tecnológicas, lo cierto es que la mayoría de las plataformas que utilizamos pueden relacionarse con uno de los siguientes emporios: Apple, Microsoft, Alphabet, Amazon, Meta, Tencent, Alibaba y ByteDance. Existe un monopolio de amplio espectro que no sólo domina nuestra vida online, sino que introduce exigencias productivas y nuevas formas de trabajo.
El fenómeno ha recibido el nombre de gig economy y hace referencia al modelo de trabajo que conecta a las plataformas con profesionales independientes. Ésta, por supuesto, es una relación asimétrica en la que el mayor beneficio va para las empresas. Dije antes que Uber, Didi y otras apps de delivery castigan a sus repartidores por no permanecer suficiente tiempo activos, o sea, por no estar a la entera disposición de un posible trabajo. No sólo eso; además, evaden toda responsabilidad patronal y todo código de trabajo justo. Pero también en actividades “no productivas” imperan las dinámicas de la gig economy: las apps de ligue como Tinder basan sus algoritmos en el tiempo que sus usuarios pasan activos en la plataforma. Así, los usuarios que más tiempo pasan online son los que más valen.
Los youtubers, influencers y creadores de contenido —profesión que sigue siendo idealizada— están sujetos a la misma regla en cualquier red social. La filmoteca maldita, un canal de YouTube dedicado al cine, recopila los casos de varios creadores de contenido que sufrieron injusticias con la plataforma, sea a través de castigos en el algoritmo o de omisión respecto a temas sensibles.
Cuando se firma un contrato con los emporios de Silicon Valley en realidad se firma un acuerdo colectivo en el que se está obligado a aceptar las cambiantes necesidades de los algoritmos. De hecho, algunas empresas tienen su sede legal en paraísos fiscales.
Nos encontramos en un momento decisivo en el que el panorama parece desolador. Lo digital extiende sus dominios y estas compañías siguen trabajando desde la errada suposición de que la innovación tecnológica nos hará libres. No son vistas como amenazas, sino como heroínas por simular la democratización de la información.
Podemos presagiar su caída, podemos verlas abrasadas por volar muy cerca del sol, pero primero debemos descreer de la revolución del iPhone y renunciar a la insostenible idea de trabajar en las divertidas oficinas de Google.
Ilustrador: Carlos Gaytan Tamayo (Ciudad de México, 1999). Estudia Ciencias y Artes para el Diseño en la UAM Azcapotzalco. Formó parte de varias exposiciones colectivas de cartel en su universidad. Algunas de sus obras ilustran artículos de Cultura Colectiva. Su trabajo se inspira en diversas técnicas y se encuentra en el diseño gráfico y la ilustración.