Exilio
La infancia: aquella fue una edad mirífica,
de aromas inolvidables y dulces juegos,
al arrullo de una voz misteriosa
que desde el follaje nos llamaba al atardecer.
Nunca conocimos del todo aquel país,
pero la fragancia salutífera de los eucaliptos
y aquel leve temblor de una brizna de hierba
entre nuestros dedos infantiles,
nos conducían por azules senderos nocturnos,
entre seres luminosos
de lentos párpados vegetales.
Después, nos dispersamos sobre la faz de la tierra.
En sus áridos caminos
nunca hallamos esa dulce vibración del viento
entre la seda mágica hilada por árboles fragantes.
Voces. Sombras.
Huellas de una luz perfecta
extinguida hace mucho tiempo,
y el comienzo de una esperanza,
en el débil fulgor
de esa llama declinante
que se agita
en el abismo de la memoria.
*
Olvido
Ah, cuando en la mañana
nos conduce la dulce voz del viento
a los recintos azules del aire,
los eucaliptos arden en una llamarada negra.
Ronda entre sus ramas una luna de olor.
Presiente el viejo labrador senderos de silencio
cuando contempla cruces anónimas,
como rostros mudos,
empotrados en el suelo blando de la colina.
Un perro late en el patio,
mientras la tarde
se precipita en negras oleadas sobre la choza,
donde un niño llora
y donde la madre
deshace la trenza de largas hebras plateadas.
En aquel tiempo bordeaba el río nuestra casa
y eran sus pies de espuma, ceniza blanca,
agolpados susurros de la hierba fresca tronchada.
¿Pero quién, quién se sobrepone al tiempo?
Antes, voces infantiles surcaban el azul del cielo.
Antes, frágiles cometas batían sus alas doradas.
Hoy recorre los recintos vacíos un viento olvidado.
A la cruz solitaria en el quicio
nadie eleva palabras de perdición.
*
El camino
Al caer la tarde una oscura bandada
cruza fugaz sobre el estanque plateado.
En el patio, donde sentado en un rincón
descansa el viejo labrador,
la luz fugitiva del día se diluye entre las sombras.
Uno a uno se encienden en el cielo los luceros.
Anochece en el valle,
tiemblan las hojas de los eucaliptos,
una voz se apaga en el sendero cercano.
El viento que llega de tierras remotas
trae consigo el milenario rumor de la noche,
mientras en su morada,
el hombre apacienta con sus recuerdos el silencio.
El fuego, entrañable, arde en el hogar
y un rostro de mujer
ronda sigiloso en la cocina.
¿Aun recuerdas lo que perdimos?
Ven conmigo,
ven conmigo ahora.
Sigamos el camino.
Ese camino de oro
detrás de las montañas,
ese camino que soñamos,
ese camino que nos promete
un país más allá del olvido.
*
Visión
I
Lo antiguo,
lo velado por la sombra,
lo que el tiempo relegó
a la fugacidad
del instante perdido.
¿Un nombre?
¿Un rostro?
¿Ese quebrase inevitable
de la luz en lo profundo
de la caja de tu pecho?
II
El viejo camino
cubierto por las ortigas,
los muros rozagantes de antaño
abatidos por la hiedra:
no hace mucho
los dioses entrañables del hogar
perecieron en hogueras de silencio.
Ahora te sientas junto
al muro derruido
de cara al solar inmenso
de la niñez
dispuesto a atrapar
en la red de la nostalgia,
cual mariposa fugaz,
el eco fugitivo
de la voz de los mayores,
pero en medio
de la tarde perdida
sólo oyes
el sordo zumbido de las abejas,
el croar incesante de los sapos
y el avance implacable
de la hierba meridiana
que apaga,
poco a poco,
el último rescoldo
de la memoria perdida.
III
Una silueta
se abre paso a lo lejos,
en medio de una maraña
de brezos
y espinos,
luego parece flotar
sobre el estanque
que anegan lotos
y libélulas prehistóricas.
Libre ahora
de la pesantez del recuerdo,
un soplo repentino
del viento
la arrastra al cielo.
*
Ante la tumba de los antepasados
No se quiebra el silencio
en esta altura prodigiosa
cuyos contornos perfectos
fueron perfilados por la luz
y donde el viento amolda a su fugacidad
la forma eterna.
Lo que no conservó
la desatenta memoria del hombre
la piedra lo atestigua
desde su ilesa majestad milenaria:
no hay olvido
donde el verde canta a la sombra,
donde una voz aun eleva en el aire
la muda letanía de los muertos.
No, no es la muerte
el final de este largo viaje,
de este milagro llamado vida,
es la muerte el fin del recuerdo,
el empeño ciego por destruir la memoria,
ese asedio inútil de la nada
en el que persiste la criatura humana.
Autor: Mario Benavides Fernández (Colombia). Magister en Filosofía Contemporánea. Actualmente, radica en Bogotá. De profesión médico veterinario, ha dedicado su vida profesional al campo de la salud pública. Ha publicado algunos relatos y poemas en distintas revistas mexicanas y colombianas.