Confesiones banales

Pintura: Katia Lisant leyendo, de Balthus

Casi siempre juzgo los libros por sus portadas. Salvo cuando voy en búsqueda de un título específico, mi experiencia al rentar o comprar libros es principalmente guiada por lo superficial. Me gusta recorrer estantes esperando encontrar objetos que me resulten atractivos y, con algo de suerte, irresistibles. Tengo preferencia por los libros pequeños, de apariencia no plasticosa, con poco brillo y que tengan un toque que me atreveré a nombrar como artesanal y femenino. Diría que mis criterios de selección son infalibles. El contacto piel a piel con los libros se adelanta a la lectura que, cuando llega, no hace más que profundizar en el enamoramiento. Hay, obviamente, ocasiones en las que los libros dicen cosas aburridas u horribles y tengo que conformarme con la posesión temporal o permanente de objetos hermosos. Por esto, considero que siendo superficial es difícil salir perdiendo. 

Fue a través de este mecanismo banal que un buen día compré uno de mis libros favoritos: El libro de mis primos de Cristina Peri Rossi, editado por Grijalbo en 1989. Se encontraba en la sección de libros usados de una librería que en su mayoría albergaba títulos en inglés, por lo que encontrarlo fue como encontrar una brillosa piedra o una colorida concha entre un montón homogéneo. La portada del libro jaló sin reparos mi mirada, no por su fondo amarillo que se difumina hacia la parte de abajo, ni por el nombre de la autora y el título escritos en Times New Roman, sino por la imagen de una mujer joven leyendo cómoda y despreocupadamente sobre un sillón. La intimidad que se construye me hizo pensar en la lectura como la mejor actividad posible, la más deliciosa y sensual, quise ser esa mujer mil veces y al mismo tiempo no podía dejar de mirarla, como si al espiarla me asomara a ver mi propia fantasía.

En su momento no lo supe, pero se trata de Katia Lisant, una de las múltiples pinturas que representan la cotidianeidad e intimidad de niñas y adolescentes del artista polaco-francés Balthasar Kłossowski de Rola, mejor conocido como Balthus (1908-2001). La primera vez que escuché su nombre fue por un chisme universitario que versaba sobre un maestro de filosofía cuyo gato tenía el mismo nombre que un pedófilo: Balthusito. Investigué y me topé con que Balthus fue un pintor cuya obra se sitúa entre el expresionismo y el surrealismo. Su historia está plagada de controversias y misterios cultivados en gran medida por él mismo, debido a que con dificultades aceptaba entrevistas y no tenía interés en desmentir, sino que más bien difundía con facilidad datos contradictorios o falsos.

El 30 de noviembre de 2017, en pleno apogeo del movimiento #MeToo en Estados Unidos, apareció una petición en línea (hoy firmada por más de 11 000 personas) pidiendo al Museo Metropolitano de Nueva York retirar o repensar la forma en que se presenta la obra de Balthus Thérèse Dreaming (1938). La obra representa a una niña pre-pubescente que se encuentra reclinada sobre una especie de diván, en una pose que transmite un aire tanto despreocupado e introspectivo como inquietante y potente: ojos cerrados, el ceño levemente fruncido, las manos sosteniendo su cabeza por atrás. Una de sus piernas se encuentra doblada, reposando el pie sobre el asiento, haciendo que caiga abierta la falda, dejando ver sus calzones. Un gato blanco que toma leche la acompaña igual de absorto en su actividad. La modelo de Balthus, según explica actualmente el MET en su sitio web, es Thérèse Blanchard, vecina del artista que aparece en mínimo otras nueve de sus pinturas y quien al realizarse Thérèse Dreaming tenía alrededor de doce años de edad.

Thérèse Dreaming, 1938
Balthus (Balthasar Klossowski) 

A raíz de dicha petición, se desató un debate público que pendula entre posturas religiosas que afirman que la pintura es producto de la pedofilia hasta comentarios llenos de ira hacia el feminismo y su carácter puritano y censurador.

En general, cae en una discusión viciosa, pero interesante si se toma como una radiografía de la compleja sensibilidad de la sociedad occidental contemporánea y si se buscan las posibles preguntas que arroja: ¿hasta qué punto podemos separar el análisis de las obras de las biografías de los artistas? ¿Deben las obras de arte presentadas en los museos contextualizarse para cumplir con la subjetividad contemporánea? ¿Cuál es el diálogo que deben establecer los museos con el público y los acontecimientos que los rodean? ¿Cuál es el papel del arte como productor de imágenes a la hora de pensar en la representación de la violencia? ¿La incomodidad resultante del encuentro con la obra de arte nos enfrenta con nuestros miedos como sociedad?, además de un largo etcétera, preguntas cuyo abordaje evidentemente excede las posibilidades de este texto.

Personalmente, encontré consuelo en las palabras de la escritora neoyorquina Lauren Elkin, quien en su artículo: “Showing Balthus at the Met Isn’t About Voyeurism, It’s About the Right to Unsettle” (“Mostrar a Balthus en el Met no se trata de voyerismo, se trata del derecho a inquietarse”), en la revista Frieze, explora las sensaciones de empoderamiento derivadas de observar a la joven Thérèse abstraída en lo que la autora identifica como su propio placer y agencia. Es cierto que, si logramos escapar del retorcido contexto de producción de la obra, el retrato de Thérèse nos enfrenta ante el goce ensimismado de una niña. “El derecho a desestabilizarse”, como dice Elkin, el derecho a dejarse ir, de entregarse al ensueño, de partir al mundo interior sin preocupación alguna de cómo somos percibidas. Es esa misma sensación deliciosa que a mí me transmitió la pintura que aparece en la portada de mi querido libro.