Déjame reposar,
Algo sobre la muerte del mayor Sabines, Jaime Sabines
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.
Mi abuela decidió que un día dejaría de limpiar las telarañas que con insistencia tejían por debajo de la consola esos enormes insectos. Nunca supe cómo, ni tampoco las vi cuando tejían, pero era verdad lo que me dijo: “cazan a los descuidados”. Yo lo comprobaba cada cierto tiempo, cuando aparecían entre las redes algunas moscas cadavéricas, amarradas y chupadas, aniquiladas por esas monstruosidades de ocho patas. De vez en cuando, me sentaba en el piso a mirarlas con una lejanía curiosa, casi contemplativa, no sabía si dormían o si también me miraban del mismo modo. A veces llegué a pensar que sí me veían, que me estudiaban, porque cuando más valentía tenía para aplastarlas se alejaban hasta lo más profundo del mueble y no volvían a asomarse hasta el siguiente día.
En una de las puertas de la misma consola existía un acumulado de periódicos esperando a ser vaciado y nuevamente ocupado por mas ejemplares de La Prensa, leídos y releídos por esos ojos tan cansados de mi abuela. Probablemente, las páginas de la nota roja inauguraron mis primeras lecturas con apenas cuatro años, a decir verdad, nunca importó que tan sangrientas fueran las descripciones porque hasta el día de hoy jamás las he entendido del todo; riña, deceso, fratricidio, desmembrados, inflación, apabullados, dictadura, democracia, saqueo, masacre… Palabras de periódicos, figuritas que se forman con la tinta.
Tampoco se me olvidan las tardes, en donde casi siempre nos recostábamos en el salón a disfrutar el arrullo del sol, el canto de los canarios y la vista hacia lo poco verdoso de los árboles de zompantle. Era un tiempo eterno. Cuando mi abuelita se quedaba profundamente dormida en el sillón (que mandó a hacer a sus medidas), lentamente me aproximaba a verla y jugaba a imaginar su rostro en la juventud, sin arrugas, con los labios rellenos, con los dientes completos. Pero la imaginación no era suficiente, así que mis manos inocentes estiraban su piel por cachitos hasta que los dobleces de su cara se desvanecían… ¿Por qué se arrugan las personas? Nos preguntábamos las dos.
Cada día, en algún momento, cuando los canarios se cansaban de cantar, cuando se nos extinguía la tarde y se acercaba la hora en la que debía regresar a mi casa, mi abuela lloraba con vehemencia. Era el llanto del recuerdo. De su mirada estática brotaban un montón de lagrimitas lúgubres, a la par que la luz del crepúsculo se disipaba entre la pronta noche. En esa rutinaria hora mirábamos películas en blanco y negro en una Admiral fabricada como por ahí de los cincuentas. Parecía imposible frenar las lágrimas cuando de pronto la melodía del bolero comenzaba, y con una suave voz ella cantaba entre suspiros. Siempre se escuchaba prodigiosa, pronunciaba las palabras con una dulzura divina y cuando al fin terminaba la canción, secaba sus ojos con uno de los tantos pañuelos de tela que se guardaba entre las ropas. Después, me contaba las historias de su llanto, la reminiscencia de su melancolía. Casi todas sus memorias iban acompañadas del misterio de los años, el desconcierto de su nombre y la inexactitud de su nacimiento, que yo ahora sitúo a principios de los mil novecientos, pues relataba una infancia de persecución, de crímenes revolucionarios que la orillaron a esconderse continuamente para no terminar desmembrada como me contó que muchas mujeres morían, atadas por los tobillos y arrastradas por dos caballos que jalaban sus cuerpos hasta que se partían por la mitad.
De su nombre no hay certeza. En algún momento, cuando ya estaba cansada de no ser nadie para el Estado, sus papeles se pusieron en orden y adoptó el nombre de Concepción, yo pienso que se lo sustrajo a la Virgen de la Purísima Concepción. Pero luego, el día que visitamos la casa en donde creció, mucha gente del pueblo la reconoció como Felicitas, ¡qué bonito nombre! Otro día, me dijo que cuando era chiquita su papá le decía Jovita de cariño porque había nacido en el día de San Jovita, el quince de febrero. En realidad, creo que el nombre es lo de menos, nunca se preocupó por tener uno solo, o nunca le bastó uno solo. Yo digo que había vivido suficientes vidas para al menos poder tener dos o tres, y si lo quiere algún día, no tener ninguno.
Cada vez que surgía lo del nombre terminaba hablando de sus padres, salía de ella una voz infante, la voz de aquella niña que atravesó la orfandad a temprana edad. Me decía que desde esos tiempos siente que la soledad la acompaña, como si estuviera maldita. Continuamente, entre más lo pensaba, se convencía de que su vejez era la penitencia que debía pagar por todas esas historias que no me contaba. Cada que decía eso me era inconcebible pensar en un castigo divino, una mujer como ella no debería de llorar en cada ocaso. Después de haber soportado dieciocho partos naturales, una sanción celestial me confirmaría la idea de que Dios es un tirano.
Ya desde hace unos años atrás, ahora que la puericia a terminado, su inminente muerte me atormenta y me acobarda. Poco a poco, de las tardes partió la ternura y la distancia que al principio me dolía se volvió el refugio para no pensar lo mucho que la quiero, lo enorme que será su pérdida. En un inicio, cuando la separación era insoportable, había momentos en que con sólo vernos ella lloraba al instante, como si ya fuese un ritual, como si las lágrimas que derramó durante mi niñez hubiesen sido reemplazadas, y ahora yo era su penar más profundo, yo era su infancia desolada, yo soy (con mi ausencia) quien hizo aún más presente la soledad de su vejez.
Escaso tiempo ha transcurrido desde que al fín sus plegarias fueron resueltas, de alguna forma muy injusta, se decidió que lo mejor sería desvanecer su memoria. Y ya no se si conservar ese sentir amargo cada vez que la veo y no reconoce mi rostro, yo pienso que vale la pena, que es necesario, que por lo menos ya no llora cuando me ve, que así ya no pasa medio día repasando el pasado, que la calma la da el silencio del recuerdo, que el recuerdo nunca le traía la calma. También me tranquiliza creer que ella entiende mis motivos, que sabe sobre mi dolor, sabe la vergüenza que me da no poder repartirle aunque sea una diminuta parte de mi buena memoria.
Con el paso del tiempo, ahora sospecho que con nuestro amor hicimos un pacto, y no es necesario que lo recuerde, ella sabe que es imposible huir del pasado, a pesar de los esfuerzos, del miedo al enfrentarse, sabe que en algún momento me llegará ese llanto del recuerdo, y esa nostalgia que de antigüedad usanza sorprende a cualquiera con la dulzura del bolero, con la añoranza de los días de calma, con el anhelo de volver a escuchar una vez más a los canarios cantando. Llegarán mis lagrimas en compañía de mi miedo y las evasiones, y lloraré con fuerza todo el llanto que me aguanto, y no ignorare más la distancia, ni mi miedo a ya no verla, que siempre se interpone con mi resistencia a visitarla. Y quedará la herencia de dolor y la latente soledad… y permaneceré con mi memoria de sus memorias perdidas.
Autora: Jazmín Villagran (México, 2000). Su interés por la literatura comenzó a muy temprana edad, prácticamente desde que aprendió a leer. Aunque las primeras lecturas eran en su mayoría de corte periodístico, con el paso del tiempo fue descubriendo la variedad de géneros literarios que existen, hasta el punto de convertir su lectura en una actividad apasionante. Actualmente, se encuentra cursando el último año de licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, impartida en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En esta misma institución participa activamente en Grupo de Investigación en Estructura de la Lengua (GIELE) desde hace poco más de dos años.