A JP, Sofi y a otras personas que escuchan y cuidan
Despiertas poco a poco, cansada. Tienes como impulso desear buenos días a través del celular, pero algo te lo impide. Sientes una opresión en el pecho: se cumplió tu peor miedo. Recuerdas cómo, en la madrugada, se te subió por primera vez el muerto. Al menos no tuviste tanta conciencia, pensabas que era tu gata subiendo sus patas en tus costillas superiores. Quisieras compartir esa sensación por escrito, pero ya no puedes. Tardas unos minutos en volver a lo que sucedió la tarde del día anterior. Vuelve el golpe de realidad. Ayer por la tarde terminaron. El portal se ha cerrado. Ya no hay espacio para comunicar nimiedades. Aunque para ti no lo sean.
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Nadie habla del día después.
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Te sientes de la verga. A la vez, te alegras de no estarlo tanto, sólo para sentirte mal justamente por esa razón. Eres funcional, alégrate. Eres funcional, ¿qué significa eso? Que tu corazón se va endureciendo. Cada rompimiento va a ser así. Probablemente no vuelvas a encenderte por una persona como te encendías hace unos años.
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Siempre hay un día después. Y es triste que alguien que hasta un día antes sabía casi todo de tu día a día no tenga acceso a esa posteridad jamás. Quien es la causa de tu desconsuelo no puede consolarte. Pero tal vez sería mejor ser franca, decirle: «Me está costando mucho. Pienso en ti por lo menos cada media hora, ¿tú cómo vas? ¿tienes alguna recomendación?»
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Comienza a llover. Todo está gris. Te parece extraño, porque es enero. Entonces te das cuenta de que no deberías sorprendente: es el cambio climático. Sin embargo, vuelves a ese momento, a los cinco años, cuando tu hermana de catorce te contó un cuento para que dejaras de llorar. La protagonista se llamaba como tú. Era una niña a la que, al nacer, le asignaron el poder de cambiar el clima según su estado de ánimo. Por eso, cuando se enojaba, había terremotos y huracanes. Cuando era feliz y sonreía, salía el sol atravesado por un arcoíris. Te gustaba esa historia. Te hacía sentir parte de algo más grande. Piensas ahora en lo absurdo que es la idea de que alguien pueda cambiar el paisaje con sus emociones, pero a la vez una parte de ti siente que eres la causante de esa lluvia.
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No quieres hablar con tus amigas. Porque verbalizarlo lo hace más real. Lo que realmente desearías es que esta situación no existiera para empezar. Y ahora, más que dolor, sientes hueva. Hueva de lo que viene. Hueva de las distintas manifestaciones y reacciones. Hueva de los apapachos, de que hablen mal de él, de que no hablen mal de él. Miedo a desesperarte por los demás, aunque sus intenciones sean buenas. Sólo decides enviarle una nota de voz a una amiga. Muy breve y contundente.
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Piensas, con alivio, en todo el tiempo que vas a tener porque antes lo dedicabas a construir una relación sin piso firme. Te gusta pasar tiempo contigo y hay ahora más posibilidades de hacerlo que ayer. Incluso sientes algo parecido a la felicidad. Siempre te ha parecido sorprendente pero también lógico que haya momentos de risa. Ya sea porque olvidas momentáneamente, o porque algo vence el dolor unos instantes. Te disocias. Y es que una no puede llorar todo el tiempo. Ni siquiera en momentos trágicos como velorios o separaciones de largo aliento.
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Pero en realidad, no lloras. Al menos hasta que escuchas la respuesta de tu amiga. Entonces retiras los pensamientos mezquinos sobre tus amigos: vas a necesitar mucho apoyo. Te pregunta qué pasó, e intentas formular una respuesta, pero tú misma no terminas de entenderlo bien. Lloras y balbuceas como una niña frustrada que no entiende por qué la gente se tiene que morir.
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Consideras brevemente abrir de par en par algunas puertas emparejadas, pero siendo franca, tu libido está hasta abajo y sólo tienes deseos de desquitarte. No quieres estar con nadie más, no quieres coger con nadie más. Pero tienes miedo de que él lo haga antes, así que es mejor adelantarte. Te avergüenzas por pensar en esos términos. El deseo es todo menos una competencia.
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Tampoco agradeces que te hayan terminado en viernes. Te parece de mal gusto. Pero sí agradeces que sea sábado. No tienes que trabajar ni aparentar nada con tus colegas. Siempre has pensado que las afecciones del corazón deberían considerarse candidatas para días de incapacidad. Aunque también es peligroso. ¿Es mejor ocuparte o estar desocupada? Ambas posibilidades tienen sus pros y sus contras. Es difícil saber qué se necesita en estos momentos. En tu anterior “día después”, era martes, no tuviste tiempo ni siquiera de dolerte, porque era inicio de semana. Funcionó al principio, pero después sentías el cansancio y el dolor acumulado.
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¿Hay que escuchar música triste para respirar por la herida o feliz para recordar que existe algo más que el desamor? ¿Ver películas dramáticas o de comedia? ¿Salir a pasear o quedarte en cama? ¿Ver a muchas personas o quedarte sola? No hay prescripciones, y se exige un alto grado de creatividad. Por eso es tan difícil.
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No estás enojada. Pero sí herida. Te sientes traicionada, aunque no haya existido una traición como tal. Cada quién es libre de irse cuando quiera. Pero una amiga te dijo hace años que una relación se trata de que dos personas no se atemoricen y decidan quedarse y, cuando una de ellas da dos pasos hacia atrás, se acaba todo. Por eso te sientes traicionada: fue como si estuvieras jugando a jalar una cuerda, y de repente todo tu equipo se hubiera cansado y te hubiera dejado sola, sólo para que terminaras estrellando tu cara contra el lodo.
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Mejor pensado, hay algo que sí te enoja: que todo lo maravilloso que suceda se vuelva una forma retroactiva de darle la razón a que tenían que terminar. Es injusto, porque la felicidad futura y el final de una relación no van necesariamente concatenados. O sí, pero no directamente. Sacudes la cabeza: es muy pronto para pensar en el futuro. Sólo no puedes evitar sobrepensar y hacerte películas de cinco años hacia adelante en dos minutos. Y ninguna en la que no esté él es completamente satisfactoria. Pero en este punto, quizá, aunque esté, es doloroso. Ya hay manchas en el expediente.
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Retiras lo dicho. Tu corazón no se está endureciendo. Se está drenando. Hace unos años, leíste un artículo de procedencia dudosa que decía que sólo te enamoras de siete personas en la vida. Y aunque sabes que es un número arbitrario y ni siquiera hay pruebas fehacientes para creerlo, sientes que ya no te queda mucho amor para dar.
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Tu mente vaga y te acuerdas de la lista que escribieron de cosas por hacer. Ir a tal lugar, ver esta película, intentar esto que ninguno de los dos ha hecho. Piensas en ese lugar que querías mostrarle. pero nunca tuviste la oportunidad de hacerlo. Vuelven las lágrimas de impotencia. No pudiste desbordarte, había tanto de ti que querías enseñarle y tanto por aprender de él. Ni siquiera existió una ola. Si acaso, sentiste la arena recién mojada de la orilla. Tampoco fue tu culpa: parecía que él no tenía voluntad suficiente para meterse a nadar.
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Palpas tu cuerpo para ver si todo está en orden. No hay ataques de tos que producen ganas de vomitar, ardor en la panza o nudos en la garganta por ahora. Todo se siente pasmado. Adormilado.
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«Sólo necesitas tiempo. Pero saberlo no cambia nada. Paradójicamente, quieres frenarlo también, porque de alguna forma el tiempo hace que los momentos y las sensaciones se disipen».
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Qué desperdicio entregarse.
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Tienes que escribirle a tu amigo para cancelarle. En unos días, te iba a ayudar a quemar un disco. Ya estaba todo listo. La playlist en Spotify. Hasta pensaste en cómo decorar la caja. Querías darle un disco porque jamás había recibido uno de adolescente. Como su amor tenía algo de intensidad juvenil, tenía sentido. “Yo te lo voy a regalar, porque nadie puede ir por la vida sin un disco de canciones de amor”, le dijiste alguna vez riendo. En serio pensabas que había más tiempo.
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El patrón de todos tus rompimientos es que jamás has sido tú quien lo propone, aunque en ocasiones el acuerdo haya sido mutuo. Tal vez eres cobarde y no quieres ser la primera en decirlo, o simplemente no puedes verlo y estás en negación. O simplemente eres prescindible. Quisieras saber cómo se siente romperle el corazón a una pareja. Has terminado con personas después de algunas citas y has bateado a otras. Pero a una pareja duradera no. ¿Qué se sentirá cargar con esa decisión?
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Imaginas un mundo donde exista, en todos los grados académicos, una materia de inteligencia emocional. Así, en secundaria o en preparatoria se podría llegar al módulo de aprendizaje titulado “Rompimientos 1” y “Rompimientos 2” donde se analizarían los signos irreversibles de una separación próxima, la asertividad comunicativa a la hora de terminar, cómo cuidar a una persona a pesar de que ya terminaron, en qué se debe de ser transparente, cuándo es mejor cortar contacto por lo sano, etc. Nuevamente, se correría el riesgo prescriptivista, pero tendríamos mejores armas para lidiar con una situación en la que, aseguras, todos somos iletrados.
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Te sientes ridícula por sentirte así de mal por algo que duró tan poco, pero tu amiga te recuerda que hay que dignificar lo que sentimos, y que también lo breve es doloroso porque es abrupto y deja muchas preguntas y heridas abiertas.
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Te divierte la idea de pensar en un “Coloquio de rompimientos” que se realizaría tres años después de que una relación terminara. No sería obligatorio, pero se pediría como requisito algún documento que guarde memoria de cómo lidiamos con una ruptura, qué fue lo que hicimos, a qué personas o actividades recurrimos. Así, tal vez el otro sepa, años después, que no estaba solo. O sí. Se corre el riesgo de que tu ex pareja te diga: “Al día siguiente de que me fui, me sentí profundamente liberado y contento” o “Tres días después de que terminamos busqué frenético a la persona con la que sí quería estar”. ¿Es mejor no saber o tener información aunque duela?
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«No es verdad que sea un desperdicio. Hay un don preciado en entregarse y no escatimar en cariño, aunque las cosas no funcionen. Esto no va a ser tan claro en un inicio. Pero el tiempo te irá dando esa certeza. Ya te la ha dado antes».
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«Amar sin reservas es permitir que tu corazón se expanda».
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Nadie habla del día después. Pero aquí estás tú, guardando un registro para volver cada tanto y asegurarte de que no estás en el mismo lugar que hoy.