Víctor Rodríguez y el artificio de la rebelación híper-excéntrica

En mayo de 2017, Víctor Rodríguez y yo nos encontramos brevemente en la Ciudad de México para charlar sobre algunas inquietudes en torno a él y a la pintura en la contemporaneidad de ese entonces. Este texto fue publicado por primera vez en Operación Marte ese mismo año. Que este espacio sirva para una relectura de ese encuentro en espera de que genere contrastes con el actual Víctor, a quien personalmente admiro por su constante crítica sensible a los formatos de producción pictórica, por su energía increíble y excéntrica imposible de ignorar.

Para Víctor es muy fácil destazar unos huevos fritos delante de cualquier persona. Me mira a los ojos y clava el cuchillo en una de las yemas. Su desayuno antes impecable ahora es una trinchera amarilla destrozada sobre unos chilaquiles verdes. A él no le importa. El tenedor se ha convertido en una extensión de sus entrañas, y en un instante todo está revuelto. Sus verdaderas obsesiones están en otro lado. Víctor Rodríguez sonríe, y me dice que está listo para lo que venga.

Víctor nació en la Ciudad de México en el primer año de los setenta; se casó a los veintidós y ahora pide café sosteniendo la taza en el aire con el meñique alzado. No le molesta que cuestionen sus preferencias sexuales por este acto, por sus zapatos de gamuza roja, menos por sus pantalones entallados de cuero, o, en todo caso, por ser artista. Él es lo que puede y quiere ser. Nada más. Estamos en el restaurante de uno de los hoteles más viejos de la ciudad: las paredes, los oficinistas, los meseros con uniforme almidonado y, sobre todo, las mesas y su objetos nos recuerdan a ambos la época de José José.

Él sabe que nos están viendo, está acostumbrado a las miradas, pero la suya es la que controla todo, como si estuviera por detenernos a todos para pintarnos sobre la ridícula pared del lugar.

Es viernes y está en México para la inauguración de su última exposición en una galería de Reforma. No viene muy seguido, me cuenta, pero ahora sé a qué se dedica cuando nos visita: torturar desayunos típicos mexicanos y referenciar a El Príncipe de la Canción.

Salimos del restaurante y, en el camino hacia el área de la alberca, toma un periódico y encontramos una foto de la noche anterior: Víctor Rodríguez posando delante de una obra suya durante la exposición. «No hago otra cosa mas que mi trabajo, y cuando no estoy trabajando me pregunto por qué hago lo que hago».

Víctor escapó a Estados Unidos cuando estaba muy joven. Justo después de casarse, supo que una carrera como artista se podía hacer en cualquier lado, pero en los setenta necesitaba un hogar, porque casa tenía de sobra en Veracruz. Una ciudad de cristales sería perfecta para hacerse de una vida adulta. Nueva York fue el destino elegido.

Quién le diría que durante los próximos veinte años, la pintura se convertiría en una cuestión médica, autoterapéutica. Ahora la necesita para tener un balance psiquiátrico. No como cualquier artista depresivo y ansioso, sí como un ser humano que sólo encuentra vida en lo único que puede hacer: pintar. «Representar las cosas para entenderlas», me dice, y explica su acercamiento tan primitivo a la realidad; Víctor se sabe como un animal que encuentra la belleza en el lenguaje universal, aquél que todo el mundo puede entender, y es éste el que le parece el correcto para expresarse. Me dice, tan cierto, que sus obras funcionan como un espejo para que cada quien refleje ahí lo que es.

«Mucha gente te considera un artista del hiperrealismo o el fotorrealismo», le digo. Antes de que pueda terminar, me dice lo que tanto esperaba oír: «El hiperrealismo sólo exhibe una híper ignorancia y mal gusto». Para él, la realidad está aquí, pero es nuestra tradición de mentir la que nos expone ante su obra y es muy fácil caer en el engaño si buscamos eso como espectadores. A Víctor no le interesa extender una mentira delante de nosotros. ¿Por qué engañaría a alguien cuando su obra sirve para regresarlo a él, como artista, a la realidad? «La única cosa más aburrida que ver un cuadro fotorrealista es hacer uno. Nunca es mi intención crear algo tan perfecto que su único valor sea que esté tan bien hecho que parezca real», comenta mientras juega con su pluma como si tuviera un pincel.

Víctor empezó estudiando Diseño Gráfico y terminó dando clase de dibujo en segundo semestre a sus compañeros de cuarto. «Era una tomada de pelo», dice. Al poco tiempo se cambió a Historia del Arte, pero no se graduó de ninguna carrera. «No tengo formación académica, mi técnica es totalmente autodidacta».

En Estados Unidos, en su departamento de soltero, entre ropa de cuero y latas de pintura, se creó un oficio que le implicó todo el trabajo y esfuerzo al que ha podido entregarse. Evidentemente no cree en la inspiración, «te gusta tanto algo, que te aplicas, no naces con un talento, todo es producto del trabajo. Estás constantemente pensando en aquello que te gusta, que las epifanías sólo son revelaciones de lo evidente, porque no puedes pensar en otra cosa».

Víctor Rodríguez es una persona con ideas tan encarnadas, que necesita volverlas materia. La automedicación y su obra lo sujetan a la realidad. Su separación y divorcio lo obligaron a reinventarse, descubrir cosas de su agrado en las que no sabía que podía encontrarse, y aunque se obligue a interrumpirse, su verdadera reinvención está delante de un lienzo.

«¿Eres espiritual?», pregunto. «¡No, para nada!», ríe: «Creo en la híper materialidad». Para él las cosas que percibe con todos sus sentidos son lo que forma su nombre y cuerpo, los objetos de los que se hace, lo que consume y produce basta para hacerse un lugar en este mundo.


Está delante de mí, y en un descuido se cambia de chamarra. Tiene frío, me dice, y ahora lleva puesta una bufanda roja de animal print. «¿Por qué vistes así?», pregunto torpemente. «Porque puedo; me he comido tantos platos de mierda, que lo mínimo que puedo hacer es diseñar la persona con la cual me siento a gusto». Me dice que incluso le chiflan en la calle. No puede hacer nada contra los cerebros tan reducidos que intentan molestarlo. «Los anormales son los otros; yo no tengo porqué vestirme como un niño de seis años con calor, odio los pantalones caqui y las polo con caballos rojos enormes». Víctor es el tipo de artista que no se quita las botas de gamuza para pintar.


«¿Hacemos la foto?», pregunto. Rápidamente, delante de mi cámara, ensaya la mirada, no para quedarse en mi retrato, sí para convertirse en su mejor artificio.

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