Con un 12.72% de cuota de mercado en 2021, el terror es uno de los reyes del cine. Desde las primeras películas mudas hasta éxitos recientes como Midsommar (Ari Aster, 2019), es evidente que miedo y entretenimiento van a menudo de la mano. Pero el horror no es posible sin algo que lo provoque; el monstruo, aquella criatura degenerada y disruptora del statu quo, se ha erigido como protagonista indiscutible del género. ¿Dicen estos monstruos algo sobre los miedos de su era?
Los monstruos son tan antiguos como la tradición de contar historias. Con su ingenio, Ulises se enfrentó a las sirenas, criaturas mitad pájaro mitad mujer. Ariadna ayudó a Teseo a derrotar al minotauro, un hombre con cabeza de toro. En la Edad Media, los mapas marcaban las zonas del mundo desconocidas por los europeos con la inscripción «hic sunt dracones» (literalmente, “aquí hay dragones”). Aquí podemos encontrar uno de los orígenes de los monstruos: dar explicación a lo que no conocemos.
Precisamente del miedo a lo desconocido vienen muchos de los monstruos del siglo XIX que inspirarán las primeras películas. Y, como dice Leo Brady en su libro Haunted: “Cada era tiene sus miedos particulares, y la historia del terror es la historia de las inquietudes del alma […] hechas públicas, tomando los matices del momento en que aparecen”.
¿No es la criatura de Frankenstein sino una lección de prudencia ante el avance desenfrenado de la ciencia? Drácula, por su lado, encarna el miedo ante el forastero y las consecuencias que su llegada puede tener en la sociedad inglesa del momento.
Ahora bien, al llevarse a la pantalla, los monstruos sufrieron cambios considerables. En el caso de Frankenstein, que en la novela pronuncia discursos elocuentes, en las películas aparece como un ser abominable incapaz de pronunciar una palabra. La versión de 1910 del estudio de Thomas Alva Edison decía ser una “adaptación libre”. Más tarde, la interpretación terrorífica de Boris Karloff quedó en el imaginario popular. El cine obvió la esencia de la novela de Shelley, interpretada por autores como Ellen Moers como el rechazo sentido por algunas madres hacia su hijo recién nacido. Algo similar ocurre con Drácula: en el cine, aunque siempre caracterizado por su acento extranjero, destaca más su lado seductor que su condición de forastero.
No es extraño que estas interpretaciones, aunque difieren de los libros originales, resuenen a día de hoy, puesto que apelan al aspecto más primario del miedo. Como dice James A. W. Heffernan, ambos representan los dos tipos de monstruo por antonomasia: el de aspecto repulsivo (criatura de Frankenstein) y el seductor (Drácula). Desde una perspectiva de género, encontramos pocas mujeres del primer tipo, mientras que el segundo grupo está casi exclusivamente formado por mujeres, con Drácula como la excepción más notable. Heffernan menciona un tercer monstruo más cercano a la etimología de la palabra monstrum (en latín, prodigio), cualquier cosa que viola las leyes naturales y se interpreta como un aviso de los dioses a los hombres.
Ahora bien, no siempre es el caso. A veces se entiende mejor un momento histórico al analizar aquello no mencionado; es decir, para conocer mejor algunas épocas, debemos preguntarnos qué monstruos faltan. Mientras que en los años treinta triunfaron los ya mencionados monstruos de la Universal, en la Segunda Guerra Mundial tomaron el relevo las aventuras de Abbott y Costello. Aunque en sus películas se enfrentaban a seres como la criatura de Frankenstein, momias, hombres lobo o incluso asesinos, siempre lo hacían desde el humor. Esto encaja con la idea que el país quería transmitir a su población: no había nada que temer. Si además nos fijamos en cintas como Casablanca (Michael Curtiz, 1942) el mensaje está aún más claro. Buen ejemplo es la escena en la que Renault tira a la basura una botella de agua de Vichy para simbolizar su oposición a la Francia colaboracionista.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, llegó un conflicto más sutil, la Guerra Fría. Tras la amenaza del vampiro extranjero, el cine se inspiró en Frankenstein y ofreció un peligro vagamente basado en la ciencia. Así, los extraterrestres y las bestias fruto de catástrofes nucleares llegaron tanto a la gran como a la pequeña pantalla.
Aunque hoy en día estas películas se consideran de culto, en su momento hablaban al público porque reflejaban los miedos del momento. Títulos como La invasión de los usurpadores de cuerpos (Don Siegel, 1956) demostraban que incluso el vecino podía ser el enemigo. Y, si la guerra nuclear estallaba, ¿quién sabe qué consecuencias podía tener en la naturaleza? Los guionistas del cine de serie B demostraron dieron rienda suelta a su imaginación y nos presentaron atacantes de todo tipo. Tenemos desde un monstruo de gila gigante (Gila el monstruo gigante, Ray Kellogg, 1959) hasta hormigas (El mundo en peligro, Gordon Douglas, 1954) o arañas gigantes (¡Tarántula!, Jack Arnold, 1955), pasando por pulpos destructores (La bestia del mar, Robert Gordon, 1955).
Todas estas historias se basan, en palabras de Leo Brandy, en la creencia de que hay un bien y un mal diferenciados. En estas películas, el bien está representado por el statement estadounidense; fijémonos en que todos sus protagonistas son hombres, blancos y de clase alta. Dichos argumentos muestran los miedos de una época caracterizada no sólo por la Guerra Fría, sino también por emancipación para la mujer. Esto se traduce en variedad de historias sobre mujeres gigantes que suponen una amenaza para el hombre (El ataque de la mujer de 50 pies, Nathan H. Juran, 1958) o de extraterrestres femeninas que desean someterlo a sus deseos (La diabla de Marte, David MacDonald, 1954). Con la segunda oleada feminista en los setenta llegará una nueva serie de películas donde la feminidad es algo a ser temido, como El exorcista (William Friedkin, 1973) o Carrie (Brian De Palma, 1976).
Durante mucho tiempo, sólo un sector de la población tuvo derecho a contar su historia en el cine. En muchas ocasiones, los monstruos funcionaron como símbolo de sus miedos. En los últimos años, hemos visto mayor variedad. Ahora el enfoque no se pone en los monstruos, sino en sus protagonistas. Películas como Babadook (Jennifer Kent, 2014) o El legado del diablo (Ari Aster, 2018) están protagonizadas por mujeres cuya experiencia como madres dista del ideal impuesto hasta ahora. Directores como Jordan Peele han expuesto en su trabajo los problemas a los cuales se debe enfrentar la comunidad afroamericana en Estados Unidos. Al tener mayor diversidad de voces, descubrimos que, aunque el miedo es algo inherente al ser humano, no todos debemos enfrentarnos a los mismos monstruos.