El juego de la muerte – Cuento de Freddy Quiñones

Cierro los ojos y pienso en las alfombras de hojas secas que cubrían mi cuerpo de siete años cuando Oliver y Miguel empezaban el juego de la muerte. Al principio sentía que la calidez de mi cuerpo y mi incipiente corazón espantaban el miedo a la muerte y aceptaba sin protesta alguna ser siempre el muerto. Me acostaba con los brazos entrelazados en el pecho como decía mi madre que los bisabuelos lo habían hecho para siempre, cerraba los ojos porque a la muerte no le gusta para nada ser vista y poco a poco recibía el peso de las hojas secas que parecían duplicarse, triplicarse como si realmente Oliver y Miguel echasen la tierra parda y pastosa del cementerio.

El juego de la muerte duraba tanto como ellos se demorasen en hallar en las casas
abandonadas doce tiernos y lentos escarabajos que por alguna razón olvidada llamábamos “abuelitos”. Eran completamente negros y se escondían bajo enormes adobes que apenas podíamos mover. Eran nuestros guerreros en las batallas con las hormigas coloradas o nuestros tripulantes en los mares que la lluvia dejaba. Eran los que realmente conocían la muerte.

Desvestido de todo el peso de las hojas del juego de la muerte, mi cuerpo flotaba por unos segundos, hablando de la eternidad, de la oscuridad al cerrar los ojos y de algunas mentiras que mamá Cautiva hablaba sobre fantasmas, duendes y el enemigo. Cierta noche, cuando los gatos lloraban sobre los techos de esteras, un sueño interrumpió toda la inocencia que el juego de la muerte solía ser para mí. Soñé que Oliver y Miguel volvían a pedirme que fuera el muerto y yo aceptaba como todas las veces. Me recostaba en el pozo que nos servía de tumba, cerrando los ojos, cruzando las manos en el pecho y siendo aplastado por el peso de cientos de hojas secas. El tiempo se prolongaba más allá de lo que usualmente les tomaba a dos expertos hallar doce “abuelitos”, la oscuridad se desvanecía en un abismo de abismos silenciosos y las hojas húmedas revelaban que una gran lluvia había espantado a mis amigos, los gatos, los “abuelitos” y toda vida allá arriba. No tenía porqué alarmarme si Oliver y Miguel siempre me desenterraban, pero aquella vez no lo hicieron. El sueño siguió por la mañana y mis pequeños amigos encontraron mi cuerpo sin aliento al quitar las sábanas de hojas todavía mojadas, pero poco les importó porque así se ahorraban tiempo en designar quién jugaría de muerto. Volvieron a enterrarme, esta vez con la tierra parda y pastosa destinada para los muertos y después de hallar los doce “abuelitos” corrieron por los refrescos y bizcochos que mamá llevaba para ambos, menos para mí como castigo por no llegar a casa aún.


Autor: Freddy Quiñones Serran (Chiclayo, Lambayeque, Perú, 1995). A corta edad mostró sus inclinaciones por la literatura al escribir poemas y relatos. En el 2013 ingresó a la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo para estudiar la carrera de Arqueología, para culminar sus estudios cinco años después. Desde el 2019 forma parte del club de lectura de la sociedad Amantes de las Artes, relacionándose con escritores y escritoras regionales. En el 2020 publicó un microrrelato, “¿Solo las piedras no se comen?”, en la primera edición de la revista limeña Filtros y un relato breve, “El huésped de mi infancia”, en la revista digital Da Vinci (México).