Sobre las bondades de lo acotado

Siempre he encontrado consuelo en la idea de que al delimitar algo, lo que sea, nos enfrentamos ante una potente inmensidad. Pienso al decir esto en los juegos infantiles, en donde basta con establecer algunas reglas básicas para que la actividad se desarrolle libremente, junto con efectos y afectos muchas veces inesperados. Se me ocurre también el ejemplo de la danza, específicamente el de aquellas manifestaciones dancísticas que surgen de contextos precarizados, como lo son el flamenco o el tap. En estos casos, el espacio reducido, la ausencia de instrumentos y la marginalización sociopolítica empujaron al cuerpo a una experimentación con movimientos condensados, tornando la corporalidad misma del danzante en la percusión que le marca el ritmo. Los límites pueden hilarse con la expresión de algo infinito.

A través de estos ejemplos, en donde las restricciones autoimpuestas u obligadas se subvierten en actos poderosos, me justifico mi gusto por las exposiciones de arte que están, de alguna u otra forma, constreñidas. Las muestras acotadas, ya sea en número de piezas, en textos de sala, en diversidad de formatos, artistas participantes, temáticas y un más o menos largo etcétera, suelen ser para mí las más placenteras. Las implicaciones de esta aseveración, sin embargo, no son de importancia en este momento; me limito a anunciar mi satisfacción personal para pensar en la potencia crítica de lo delimitado.

El jueves pasado visité @lanao.galeria en la colonia Condesa. Fui a ver su más reciente exposición cuyo título nadie parece(mos) poder recordar: “El universo se encogió en madejas fantasmales”. La muestra explora, a través de las piezas de diferentes artistas (Eunice Adorno, Sandra Calvo, Virginia Colwell, Verónica Gerber, Ana Hernández, Teresa Margolles, Marge Monko, Nuria Montiel, Chantal Peñalosa, Rafaela Tellaeche), las posibilidades de las prácticas textiles como modos de resistencia y re-existencia para las mujeres.

Considerando que se trata de una muestra perfectamente abarcable para mis estándares y debido a que contiene piezas de algunas de mis artistas favoritas, al terminarla me sentí suficientemente entusiasmada como para ver más. “¿Hay alguna otra cosa en exhibición?”, pregunté al chico que me recibió. Él asintió y me guío dentro de la casa, sede de laNao, a través de escaleras, cuartos convertidos en talleres y hacia el exterior en la planta más alta del edificio. Allí, en un pequeño cuarto de apariencia improvisada edificado en la azotea de la casa, se expone Bilis Negra- Acto I de la artista Ángela Leyva.

«Bilis Negra» es una serie de pinturas en las que se representan rostros de niñxs, con la particularidad de una cualidad turbia, como si viéramos una fotografía borrosa. Para la elaboración de estas piezas, la artista parte de archivos clínicos de su padre, médico, en los que se retratan niñxs con padecimientos congénitos, que posteriormente ayudan al diagnóstico de nuevos pacientes. A través de diferentes procesos creativos, como el transfer de las fotografías a la tela y la elaboración ficcional, Ángela Leyva desconfigura y reconfigura los rostros para hacer emerger a personajes particulares que dan paso a la posibilidad de una historia.

Bilis Negra, Ángela Leyva. Imagen tomada de la carpeta de registro de la serie de la artista durante el periodo de 2014-2020

A pesar de que la serie se compone de decenas de retratos, en el cuarto de laNao solo se exhibe uno de estos. La pintura es de gran tamaño, más grande de lo que sugieren las imágenes en el perfil de Instagram de la artista, y cuelga desde el techo en el centro del espacio, detrás hay una cortina negra y debajo un contenedor de vidrio con un líquido también oscuro: la bilis negra que impregna un aire melancólico en la sala. El niño, representado de medio cuerpo y con el torso desnudo y posiblemente herido, porta una corona de flores. Esto me recordó a los misteriosos retratos novohispanos de monjas coronadas que conmemoraban, en la mayoría de los casos, su boda mística con Dios, pero en ocasiones también sus muertes.

Retrato mortuorio de Sor Magdalena de Cristo, ubicado en el Museo de Arte Religioso de Santa Mónica, Puebla

Las flores que aparecen en la pintura de Leyva, también veladas y confusas, sugieren una ventana para irrumpir en el imaginario común que se construye en torno a la enfermedad infantil y encuentran algo de belleza en los padecimientos. Son como un guiño esperanzador que anuncia la vida hasta en las últimas circunstancias, reconociendo su ciclicidad.

El contacto con la imagen del niño enfermo y nebuloso me descolocó en una abrupta sensación de extrañeza. Me encontré disgustada porque mi experiencia corporal se componía de una muy balanceada combinación entre placer y dolor al contemplar la obra. Sin embargo, toda sensación era eclipsada por una fuerte impresión de inactividad; no podía ir a ningún lado, sólo quedarme mirando, mirándolo. Poco a poco fui encontrando una noción de conciliación y me acerqué al suelo para observar el líquido oscuro.

En la teoría de los cuatro humores —punto de vista más común del funcionamiento del cuerpo humano entre los médicos de Occidente, desde Hipócrates hasta la llegada de la medicina moderna a mediados del siglo XIX— la bilis negra se asocia con el abatimiento, lo somnoliento y la depresión. Su elemento es la tierra y la estación del año que se le relaciona es el otoño, seco y frío. La idea de que este líquido recorre nuestros cuerpos en combinación con los otros tres humores (la bilis amarilla, la sangre y la flema) me ayudó a comprender el desbalance que estaba sufriendo, como si el título de la obra fuera el antídoto de la misma.

Melencolia I, Alberto Durero, 1514

Una vez afuera del cuarto me recargué en una barda junto con otra mujer joven que entró a la galería al mismo tiempo que yo. Nos pusimos a platicar y me enteré de que Ángela Leyva estaba allí mismo en el edificio a pocos metros de nosotras. La otra chica me comentó que habían hablado y que la artista le expresó su preocupación por los efectos de exponer la pieza en solitario. En algún momento, la idea de Ángela Leyva era acompañar a la pintura central de otros dos retratos que se colocarían en las paredes de la derecha y la izquierda. Abrí los ojos al imaginarlo y respiré aliviada de que este no fuera el caso. Después agradecí en silencio la decisión por delimitar la muestra a su expresión mínima, la cual me enfrentó con algo más bien eterno.