Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La calma, obligada por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín y sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la sombra de los arbustos.
De pronto, ante los ojos entrecerrados del anciano, aquel paisaje, que parecía estático, adquirió vida y movimiento en la forma de dos alegres niños que corrían de un lado a otro.
El semblante de don Pablo se transformó: todo su orgullo de abuelo afloró en la mirada que dedicó a los pequeños, que jugaban y reían, indiferentes al calor agobiante.
El espacio verde, que separaba la casa de la calle, fue adquiriendo en los momentos que siguieron distintas características, según las dictaba la fecunda imaginación infantil: primero fue océano encrespado, donde se debatía el barco del pirata más legendario; luego se transformó en un callejón polvoriento, donde los dos pistoleros más rápidos del Far West se batieron a duelo.
Hubo unos instantes en que la acción se trasladó al frondoso tilo, devenido en inexpugnable castillo, donde dormía el ogro malvado. Tras un breve reposo, a la sombra del “castillo”, y el disfrute del sabroso botín de higos maduros, de nuevo los aventureros coparon el jardín. Porque las naves espaciales necesitan mucho espacio, para sus viajes interplanetarios…
Después, el partido de fútbol: ¡infaltable! Sólo que, a poco de comenzar, se detuvo abruptamente, y la pelota rodó, olvidada, hacia el alambrado que daba a la calle. Es que, en ese momento, Adelaida volvía de la escuela con su túnica impecablemente blanca, su cabello al viento, su risa…
Se miraron, sonrojados, y se lanzaron furiosamente tras la pelota que, a los pocos minutos, volvió a ser el centro de su atención.
El sol había declinado un poco, y algunos pájaros llegaron, para colgar su música en las ramas frescas de los frutales. Los primeros trinos despertaron a don Pablo que, antes de abrir los ojos, notó que estaba sonriendo. Miró hacia el jardín, sereno, limpio, intocado…
¡Ah! ¡La vida, que no había querido darle nietos!
Y volvió a quedar dormido.
Autor: Hugo Jesús Mion (Uruguay, 1967). Crecí en la ciudad de Florida, Uruguay. Tengo una pequeña empresa de construcción. La literatura ha formado parte de mi vida desde que tengo memoria. Tengo cuatro hijos. Leo y escribo en los breves momentos que me permiten mis ocupaciones. He participado en talleres literarios y mis textos han formado parte de publicaciones colectivas. Mantengo con dificultad un blog, donde comparto algunas de mis letras.