“Personaje femenino fuerte e independiente”. Quizás alguien asocie estas palabras con iconos de la ficción; sin embargo, muchos pensarán también en el mundo de internet y los memes, donde este tópico ha sido explotado hasta la saciedad. Desde la “mujer negra fuerte e independiente que no necesita a ningún hombre” hasta bromas más perversas que asocian el concepto con el imaginario de la solterona, hace tiempo que este concepto no se toma tan en serio como debería. Varios artículos advierten de los riesgos de este arquetipo: cómo éste es un debate eterno y sin sentido, cómo es un personaje superficial o una excusa para sexualizar a las heroínas. La viñeta cómica de Kate Beaton resume bien esto. Aun así, Hollywood sigue utilizando la presencia de “mujeres fuertes e independientes” en sus películas como reclamo publicitario; incluso hay un curso en la popular plataforma Masterclass dedicado a este tema. La problemática no es nueva; tras el movimiento #MeToo, sin embargo, el debate adquiere nuevas dimensiones. ¿Cómo ha tratado la historia del cine a este personaje? ¿Cómo puede redefinirse esta “fortaleza” en nuestra era?
Contrariamente a lo que podamos pensar, “la mujer fuerte e independiente” está presente desde los inicios del cine. Las primeras películas, bebiendo de grandes obras literarias, se centraron en dos figuras clave: Juana de Arco, inmortalizada en el clásico de Dreyer (1928) y las amazonas, protagonistas de los péplums italianos durante los cincuenta. Aquí, la fortaleza de las protagonistas se entiende desde dos puntos de vista: física, lo cual les permite desempeñar empleos considerados masculinos (guerreras) y emocional (no necesitan a los hombres en su vida).
Estas dos representaciones radicalmente opuestas también nos indican los problemas acarreados por este personaje hasta hoy: está condenada a ser “una mujer arrebatada de los comportamientos propios de su género” (Carina Chocano), o bien “un hombre en el cuerpo de una mujer a la que [los hombres] quieren ver desnuda” (Brit Marling). Así pues, se perciben como excepciones al género femenino o como otra excusa para sexualizar a las mujeres. No hay más que mirar alguno de los carteles de los mencionados péplums, donde el protagonista masculino está rodeado de amazonas que lo miran deseosas. Los argumentos son similares a los de las películas de ciencia ficción ya discutidas en esta columna: dichas mujeres creen poder vivir sin hombres, hasta que el protagonista llega. Si recuperamos el concepto de “mirada masculina”, estas historias se entienden exclusivamente desde el punto de vista del espectador masculino, quien debe identificarse con el protagonista. Hay placer en ver al héroe conquistar a estas mujeres aparentemente independientes, se entiende como un triunfo de todos los hombres. Esta fórmula (aunque subvertida en los últimos años) es la que siguió la popular saga 007 con sus chicas Bond, que, sobre todo para los estándares de la época, ocupaban cargos de poder tradicionalmente masculinos (aviadora, médica, espía), pero acababan cayendo rendidas ante el protagonista. Clementine Ford lo define como una “curiosa mezcla entre autonomía y vulnerabilidad”.
Resulta destacable que en la era post #MeToo, tantos creadores hayan optado por fijarse en estos referentes para trazar a sus personajes femeninos y llamarlos feministas. Tal y como indica Tasha Robinson, la mayoría sufren del síndrome de Trinity: una mujer llena de potencial relegada a ser un interés amoroso y nada más. Es decir, desempeñan el mismo rol de acompañante reservado tradicionalmente a la mujer, pero con una capa de aparente empoderamiento, sin otra razón para estar en la historia “que permitir a los cineastas señalarla y decir “¿Ves? ¡Esta película respeta totalmente a las mujeres fuertes!”. Además, citando a Vivian Kane, su fortaleza no viene de su feminidad: “no es fuerte y mujer. Debemos alabarla porque es fuerte a pesar de ser una mujer”.
Si los cineastas quieren a personajes femeninos fuertes, podrían empezar por cambiar su punto de vista. Mientras que la mayoría de las películas se centran en empoderar a la acompañante del héroe, ¿por qué no tener en cuenta a una heroína? Joseph Campbell, quien definió el concepto del “camino del héroe”, lo consideraba “una experiencia que todos debemos vivir”. ¿Por qué no preguntarse cuáles son sus aspiraciones y los retos a los que se debe enfrentar para lograr sus objetivos? O, en definitiva, tratarla como a un personaje, y no sólo como una motivación para el héroe.
¿Hay ejemplos de esto? Por supuesto. Las Bildungsroman (novelas de formación) del siglo XIX suelen contar el crecimiento y desarrollo de un héroe, pero también contamos con ejemplos de heroínas. Clásicos como Jane Eyre, Mujercitas o Casa de muñecas se centran en la evolución de una protagonista femenina. En los treinta y cuarenta, muchas de estas obras se llevaron a la gran pantalla. Las actrices encargadas de dar vida a las protagonistas eran sinónimo de independencia y emancipación en el Hollywood clásico, como Katharine Hepburn en Mujercitas (George Cukor, 1933) o Joan Fontaine en Jane Eyre (Robert Stevenson, 1943). Todos estos ejemplos son refrescantes no sólo por poner a una mujer en el foco de la acción, sino por su manera de entender la fortaleza. Por ejemplo, Jane Eyre no necesita usar la fuerza ni la violencia para ser respetada, sino que con bondad y dulzura (atributos considerados femeninos) logra la vida que desea.
Estas mujeres tienen algo más en común: no son perfectas. Sus defectos, lejos de restarles poder, hacen que el público empatice con ellas, y hace su victoria final satisfactoria. Éste es el verdadero camino del héroe, la superación de obstáculos. Somos complejos y estamos llenos de contradicciones, y el cine debería reflejar eso. Crear un personaje femenino sólo definido por una fuerza ridícula no va a arreglar las cosas. En palabras de Anne Billson: “Algunos consideran que, a no ser que los personajes femeninos sean iconos intachables del empoderamiento, son sexistas, pero se equivocan —son nuestros defectos los que nos hacen reales—”.