Hace un mes, se entregaron los prestigiosos premios Óscar. Este año, la ceremonia presumía de ser especialmente “inclusiva”, sobre todo en lo que a representación femenina detrás de las cámaras se refiere: por primera vez, dos mujeres, Chloé Zhao y Emerald Fennell, se disputaban la estatuilla. Además, tanto Zhao como Fennell contaban con reconocimiento en las categorías de mejor película y de mejor guion —adaptado y original, respectivamente—. Finalmente, se hizo historia: Chloé Zhao se llevó el Óscar a casa, convirtiéndose así en la segunda directora en conseguir tal logro. La Academia puede dormir tranquila y ponerse la medalla de inclusividad. Los medios se hicieron mucho eco de la condición de Zhao como “mujer” y “asiática”, menos de su habilidad como directora o de aquello que la distingue de los demás nominados en esta categoría. ¿Están condenadas Zhao y Fennell a acabar en la categoría de “directoras mujeres”? Esperemos que no.
En esta columna ya se ha hablado sobre cómo, aunque a veces desde la mejor de las intenciones, la etiqueta “directora mujer” reduce el trabajo de una cineasta a una subcategoría que, para empezar, no tiene ningún sentido. Si pensamos en Chloé Zhao, Kathryn Bigelow, Greta Gerwig, Sofia Coppola o Emerald Fennell (algunas las directoras con más reconocimiento en los últimos años), sus estilos no podrían ser más diferentes. Sin embargo, suelen ser definidas, primera y esencialmente, como “directoras mujeres”. Plataformas de streaming, desde Netflix a Filmin, tienen en sus catálogos categorías como “películas dirigidas por mujeres”. El caso contrario resultaría ridículo. Buscas una película dirigida por un hombre, de acuerdo, pero especifica: ¿Quieres un thriller? ¿Una comedia romántica? ¿Un estreno reciente o un clásico? Evidentemente, la intención detrás de estas iniciativas es buena (dar más visibilidad al trabajo de mujeres) y puede ser un buen punto de comienzo. Pero no es suficiente. Una vez descubierta la “mujer directora” hay que reconocer su estilo distinto. Stephanie Zacharek lo define así: “Incluso si sólo hablamos sobre cineastas […] [como] Scorsese, Tarantino, Spielberg, De Palma, Nolan, Fincher [es decir, comerciales], nos sentimos muy cómodos discutiendo sobre sus estilos individuales, o al menos sus tratamientos específicos del oficio de hacer películas […]. Pero no oyes a mucha gente hablar de las películas de, digamos, Sofia Coppola o Kathryn Bigelow del mismo modo, aunque cada una de ellas […] tenga una voz muy característica”.
El tratamiento del director como autor, y no como artesano, es bastante reciente, y bebe mucho de las corrientes europeas como la nouvelle vague. En la revista Cahiers du Cinéma, François Truffaut distinguía entre los metteurs en scène (los artesanos, quienes se “limitaban” al trabajo de hacer una película) y los auteurs (los autores, que imprimían su sello propio). Esto tuvo una gran influencia en Hollywood; desde aquel momento, director y película se entienden como una sola unidad indivisible. Esto no afecta sólo al cine de autor: si pensamos en una película de acción, hablamos del Skyfall de Sam Mendes, aunque el guion no sea suyo. Dicha mentalidad se ve reflejada en los títulos de crédito también. En la mayoría de las películas estrenadas antes de los sesenta, el nombre del director suele aparecer hacia el final, con el “dirigida por”. En cambio, a partir de finales de los sesenta se estila poner el nombre del director antes, junto con o inmediatamente después del título de la película. Entonces aparece el clásico: “Una película de”. Sirvan como ejemplo dos casos de manual: Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) y Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994).
Por desgracia, la categoría “autor” prosperó sólo en el terreno masculino. Ellos son, retomando la cita de Zacharek, Scorsese, Tarantino, Spielberg, De Palma, Nolan, Fincher; ellas, “mujeres directoras”.
Incluso si se las reconoce como “autoras”, suele ir acompañado de un “femenina” detrás. Sofia Coppola es quizás el ejemplo más claro. Su obra ha sido definida desde su condición de mujer (entre otros, por relatar la experiencia femenina), lo cual pone cuestiones como: ¿nos habla su cine a todos? ¿Es lo suficientemente universal? Todd Kennedy dice que la mayoría de las críticas negativas que ha recibido la directora hacen hincapié en su género, y no en la calidad de sus obras. Aventura así que María Antonieta (2006) fue percibida como trivial en su día sólo por centrarse en la vida de una mujer joven. Pone como ejemplo la reseña de Peter Travers para Rolling Stone, que, aunque positiva, empezaba así: “Con un crítico llamándola ‘fruslería’ y todo Internet diciendo que es sólo ‘para mujeres y homosexuales’, cuesta defender María Antonieta de Sofia Coppola siendo un tío”. En efecto, hay una serie de prejuicios hacia las películas dirigidas por mujeres, a las que se atribuyen una serie de características peyorativas sólo con base en el género de su realizadora. Según Virginia Guarinos Galán, éstas son:
- Asuntos poco relevantes. No trascienden a problemas de una comunidad, a lo sumo de una familia.
- Cotidianidad de situaciones. Y por lo tanto, ambientaciones cotidianas de escenografías y atrezzo domésticos.
- Temas intimistas. Elección de temas no históricos o no importantes para el desarrollo de la Historia del hombre.
- Comportamientos rutinarios de los personajes. Gestos, palabras o comportamientos cotidianos que llevan a cabo unos actores caracterizados sin relevancia y de rostros vulgares.
¿Y antes de los autores? En sus inicios, el cine era una industria más similar al teatro, e incluso a la ingeniería. Los primeros pioneros del cine son recordados no tanto por su estilo propio, sino por su ingenio e innovaciones. Aquí también son olvidadas las mujeres. Alice Guy Blanché es más que la primera directora mujer; con su La Fée aux Choux (1896), fue pionera en el cine de ficción, y cambió el rumbo de este nuevo arte para siempre. Asimismo, nombres como el de Lois Weber o Dorothy Arzner no deberían ser relegados a la categoría de “directora mujer que trabajó en la Edad de Oro del cine”, sino ser reivindicados por sus méritos personales. Weber fue la primera en utilizar la técnica de la pantalla dividida, y Arzner, una reputada cineasta con éxito en la taquilla y la crítica.
Allí está otra cuestión. Si quiere ser recordada como alguien más que “una figura a tener en cuenta por si alguien tiene interés en lo que hacían las mujeres en ese momento”, una directora deberá ser extraordinaria, y se le exigirá mucho más que a un hombre. Volviendo a Arzner, la mayoría de los manuales de historia del cine, e incluso algunos artículos que reivindican su obra, la definen como una alternativa interesante para aquellos interesados en el cine hecho por mujeres a pesar de no haber tomado ningún riesgo técnico y haberse movido en el sistema. Olvidan mencionar que sus películas fueron éxito en taquilla, que trabajó con grandes estrellas de la época como Clara Bow o, simplemente, que era profesional competente alabada por los grandes productores del momento por su talento como montadora.
En conclusión, a pesar de la importancia de reivindicar la tarea de las cineastas injustamente olvidadas, no basta con esto, hay que reconocer su talento individual. En palabras de Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres (en este caso, refiriéndose a su autora, Joanna Russ): “Ponedla donde le corresponde, en un espacio sin etiquetas, donde estén la crítica literaria, los ensayos, o simplemente en las repisas de literatura. Libradla de la indignidad de formar parte de un subgrupo”.