El rocanrol es uno de los géneros musicales favoritos de mi papá. De niño, crecí escuchando casetes que él mismo grababa directo de los elepés que incluso ya en esa época eran completamente obsoletos. Recuerdo las hojas mecanografiadas que mi papá hacía con los títulos de las canciones, acompañadas de grupos con nombres de lo más extravagante: Los Camisas Negras, Los Rebeldes del Rock, Los Locos del Ritmo…
Hace algunos días recordé todo esto porque encontré a mi papá escuchando su música (los casetes han desaparecido, pero YouTube conserva todo) y caí en cuenta de algo simple pero contundente: A mi papá no le gusta el rock and roll. No escucha a Elvis, no conoce a Chuck Berry ni a Little Richard y el nombre de Buddy Holly está ausente en sus búsquedas en YouTube. Mi papá escucha a los Hermanos Carrión, a los Apson, a los Teen Tops, a Johnny Laboriel. Nunca lo he escuchado cantar “Last Kiss” ni “Bony Maronie”, pero se sabe de memoria “El último beso” y “Popotitos”. El referente al que apuntan los casetes de mi papá no responde al escenario de la fiebre del rock and roll estadounidense de los cincuenta, sino a la apropiación y transformación del rocanrol mexicano que vino décadas después.
¿Qué motiva y qué reflejan los mecanismos de transculturación dentro de la música?
La idea de cover se emplea de manera cotidiana para referirse a la actualización de una pieza musical que se materializa a través de una nueva grabación o versión en vivo. Esta primera definición se complejiza al profundizar en la finalidad que tienen los diferentes tipos de cover, que van desde las “bandas homenaje”, hasta los remixes actuales, pasando por los fenómenos de apropiación cultural y el oficio de los imitadores. Estas ideas acerca de la generación de nuevas versiones tienen matices muy interesantes, pero para esta entrada nos quedaremos con el fenómeno específico de la transculturación.
La transmutación del rock and roll al rocanrol es más compleja que la simple traducción de una letra del inglés al español. Este proceso está enmarcado por lo que Rubén López Cano tipifica como un fenómeno de traducción intercultural, en el que la traslación de esta música no sólo se hace en términos idiomáticos, sino que en ella se reconfigura todo el contenido de las canciones incluso desde la estructura idiosincrática.
El rock and roll se volvió el emblema de toda una cultura arraigada al concepto de la “vida americana” de los años cincuenta. Su popularización, ocurrida en el periodo de la posguerra, respondía al marco de una nueva forma de vida entretejida en los procesos de liberación sexual, que desembocaron en una nueva forma de baile y en el ímpetu del “desenfreno juvenil”. El ícono de Elvis Presley se materializó como el recipiente de todo un ideal que, dicho sea de paso, también implicó un proceso de blanqueamiento cultural impuesto por el mercado y la industria discográfica en donde se buscó eliminar la presencia negra del género musical.
Toda esta conceptualización difiere del fenómeno conformado por el rocanrol dentro del contexto mexicano. Una década después de la fiebre del rock and roll estadounidense, en México comenzaron a aparecer los primeros covers de dicho género tocados por las grandes bandas influidas por el jazz y la música tropical. La presencia de la cultura americana se filtró gradualmente en la radio e incluso en el cine, en donde se buscaba replicar lo más fielmente posible tanto la música como el imaginario de la vida americana.
Del rock and roll al rocanrol
El punto de inflexión se dio cuando pequeños grupos musicales de adolescentes mexicanos comenzaron a realizar sus propias traducciones, que cada vez se alejaban más del referente cultural original. La traducción fue mucho más allá del cambio de idioma, ya que la letra de estas canciones frecuentemente implicó una reescritura casi total, a tal grado que la letra en inglés dejó de guardar relación alguna con el contenido de la versión en español.
De esta manera es que se originaron canciones tan icónicas como el «Bule bule» de Los Rockin Devil’s, cuya única relación con la versión original es la música.
Es común que estas reelaboraciones causadas por la traducción intercultural respondan a las propias necesidades y exigencias del público objetivo. En el caso del rocanrol, es posible imaginar que la constante evasión de ciertos contenidos de connotaciones sexuales propios de las versiones originales haya sido una anticipación a la censura que podría haber originado dentro de la sociedad mexicana.
Aun con ello, las canciones que posteriormente pasarían a formar parte de los casetes de mi papá reflejan la apropiación de un referente extranjero, pero extrapolado a la idiosincrasia mexicana, con todo el colorido de sus localismos y referentes culturales. La música del rocanrol en esencia es la misma, pero el contenido lírico, su registro léxico, sus implicaciones e incluso la construcción de sus íconos y figuras dista mucho de lo que circundaba el imaginario del rock and roll, por lo que personalmente me cuesta entenderlos como géneros musicales equivalentes.
Uno de los puntos de análisis más interesantes sobre las implicaciones del cover es que, en el momento de existir versiones alternas de un mismo referente musical, existirá una jerarquía marcada por las implicaciones sociales colectivas y por las experiencias subjetivas de cada individuo que las oye. Así, dependiendo del contexto de escucha, una versión original puede llegar a ser desplazada por una de sus “copias” e incluso a ser valorada como el referente primordial, como en el caso de mi papá y sus casetes.
Por ello, mucho más allá de las valoraciones técnicas o filosóficas acerca de la originalidad, yo también prefiero el rocanrol, con el perdón de Jerry Lee Lewis. Al final del día, ningún Elvis Presley cantó en el radio de mi padre en esos viajes rumbo a casa de mis abuelos en los que tantos años vi pasar por la ventana las banquetas y las farolas de la Ciudad de México.