Pensamientos de un terreno baldío – Cuento de Melissa Tarabay

Siempre quise ser un riachuelo, de esos que cruzan senderos y anuncian su llegada a la distancia con el olor perfumado de la tierra mojada que lo abraza. Siempre he querido ser un simple movimiento que no conoce pausas, tan ligero que hasta las rotas hojas secas y piedras solitarias, cayendo en mí para perderse en el fondo, pudieran resurgir con el vaivén de mis ondas acuáticas.

Me he imaginado al agua como una extensión de vida; una fuente inacabable de posibilidades para seguir transitando entre los dedos de la gente, la lengua de los animales y en las emociones hechas lágrimas. Me he visto recolectando gritos ahogados que resoplan a lo lejos y se entienden en los ecos de las paredes construidas por la naturaleza misma. Me he querido sentir vivo de verdad, soñando que en algún momento sabré reconocer, con este olfato, la humedad en mi piel. También, de vez en cuando he pensado en las supuestas ventajas de haber crecido como un algo sedentario; pero no hay, nunca he alcanzado la comodidad desde aquí.

No soporto el olor de putrefacción protagónico en mí desde hace unos atardeceres para acá. Si fuera un riachuelo, mis esencias serían cambiantes, volátiles, vivas. Podría vestirme con los tonos que el cielo ofrece a cada momento, incluso pensaría en el delgado filo de hilos blancos vivos a mis orillas que la luna misma podría tejer.

Tengo la inquietud constante de ser la felicidad en otros, el deseo de todos o el motivo para vivir de quienes pasen por mis sedientas huellas arenosas. Surge en mí un antojo cotidiano de desprenderme en forma de lluvia que parece llanto al caer entre las ramas de los árboles y, sólo hasta entonces, volverme a encontrar en la pulpa acuosa de la lengua inexistente de mi cuerpo líquido.

Reniego mi existencia, pero no sé vivir de otra forma. Me cansa la constante interrogante de no saber qué soy, para qué sirvo o para qué me quiero. Yo imagino que así ha de sentirse el ser un riachuelo. Pierdo mi tiempo buscando pretextos para incomodar mi realidad, pero tiempo es lo que más tengo. No importa si se pierde, igual estoy consciente de que nada va a cambiar, pues llevo mucho aquí, enraizado a lo café, a lo mundano, a lo seco y al sucio polvo que me estorba en los ojos, pero que no me puedo quitar. Pienso en cómo convertirme a un riachuelo, para ya no ser un cementerio de huesos, ni un escenario de balazos, o una fosa de personas que cavan en mi estómago su muerte.

Conmigo no se acerca la brisa o el rocío de languidez y ternura. Atraigo al ruido de lamentos y estallidos de violencia; el panorama de gritos recurrentes que sofocan la calma que aún no conozco resulta mi rojo amanecer. Noto el despecho que lleva a todos directo a mis brazos de tierra fragmentada; creen que no me doy cuenta de cómo me usan para tragar los restos de seres vivos que ya no sirven. Tal vez, si yo fuera un riachuelo, nada de esto pasaría. Mi presente es absurdo. Anhelo lo perdido y extraño lo que no conozco. Pienso constantemente en la vida que no soy, pues pensar en mis necedades es lo que hace distintos mis días. No puedo conocer lo que hay en otros lados, porque mi mirada siempre está fija en la herida que le abren a mi estómago.

En algún momento recuerdo haberle llorado al cuerpo frío que machetearon antes de haberlo metido a una bolsa y tirarlo después directo en mi boca, para que pudiera descansar hasta el cerrar de sus ojos, enterrado dentro de mí. Desde hace tanto tiempo que me he convertido en eso que sirve para anegar cuerpos ajenos… He sido un terreno baldío con toda una vida soñando ser un riachuelo, que se consuela en lágrimas que caen y se difuminan en sus poros sedientos de vida, no de lamentos.


Melissa Tarabay

Autora: Melissa Tarabay (1995). Resumir experiencias en pocas líneas estéticas es el pasatiempo que emplea desde que aprendió a escribir con la pluma negra. Su sueño es vender historias que la mantengan para que pueda viajar y vivir la suya.