Ilustración de Daniel Vera
Si es inquietante pensar en el destino, ese desdoblar de la madeja de la vida, es aún más inquietante reconocer que ese destino es un círculo y que nuestro designio es la repetición. La madeja que se desenvuelve solo para envolverse de nuevo, la tijera que se cierra solo para abrirse de nuevo, y el caminante arropado por la bruma de una lluvia de nieve mientras da pasos cortos por un sendero que lame sus huellas y el porvenir. Un bucle de grandes preguntas y respuestas. La más acuciante, la compulsiva pregunta por lo que somos, es una duda ontológica, trágica y épica, que sonríe camuflada por las máscaras con que la vestimos. Nos encanta el juego que nos provee, la intensidad que insufla vivir otra vida sin saber que no es otra sino la nuestra. Que somos el hombre que lucha, sin saber, con su yo del futuro o que también nos quitamos el casco de gladiador para decir “mi nombre es Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del Norte, general de las legiones Félix, leal sirviente del único emperador Marco Aurelio…”.
La identidad del héroe se pone a prueba en la ficción y la respuesta tradicional suele ser la afirmación de quien creía ser, la culminación de sus esfuerzos identitarios. En la tragedia sucede distinto. La identidad no pasa la prueba del destino. Edipo, lejos de afirmarse, descubre que él no es lo que creía, que en el espejo no solo hay un rey, también hay un asesino. Borges tenía razón: los espejos, como la paternidad, son abominables porque multiplican el mundo. Los espejos son otros ojos que nos miran y a los que miramos, producen el ¡crack!, la grieta que abre el vacío, y es por eso que les tememos, porque nos muestran los pliegues y las fisuras de una identidad que creíamos prístina. Este es el sueño del que no despertamos más que convertidos en otro, el sueño del otro, ese que creemos mirar desde la torre sin saber que, desde abajo, él también nos mira y nos señala.
Pero ¿qué pasaría si cayéramos de la torre, si por mirar un poco más de cerca el impulso de la curiosidad nos condujera hacia el piso y tras el golpe alzáramos la mirada para ver a quien antes temíamos en nuestro lugar? ¿Qué pasaría si una mañana dos personas que apenas se conocen, que en secreto se desprecian, se saludan con un beso en la mejilla y se mezclan entre sí los dientes, la lengua, los músculos y, de paso, algunos recuerdos? La posibilidad es inquietante, tal como la repetición. Es el miedo a que se nos pegue, como un mal olor o una sustancia viscosa, el otro. En El gusano un día de 1997, así como uno de 2020, se cierran las discotecas y los colegios. Las personas tienen miedo a salir y cuando lo hacen usan prendas gruesas, lana que recubra cada centímetro de piel para que no haya posibilidad de que un toque accidental provoque la fusión de una mano con una cabeza o un estómago. Los fusionados son híbridos, hermafroditas, monstruos solitarios que toman somníferos para dormir en las noches. Son nuevos sujetos.
Aaron Rimbui, pianista, y Adashé Bulawayo, inmigrante, se fusionan accidentalmente. Adashé adquiere las habilidades y los conocimientos de Aaron, mientras que Aaron olvida. Pero ahora sabe otras cosas: sabe hacer pan, sabe lo que significa no haber vendido uno solo en el día y sabe lo que es no tener nada para comer. Aaron es infeliz, porque lo ha perdido todo, y Adashé es un hombre nuevo. Aunque el cuerpo ya no es un límite en el mundo de El gusano, el entendimiento sí. La empatía obligada de la fusión no es suficiente porque los nuevos sujetos, a su pesar, siguen infelices, siguen incompletos. La identidad es un saco de boxeo, magullado por lo que los otros han hecho en ella, en nosotros, y así de la hibridez, como solución a la desidia por la diferencia y a la pregunta por quienes somos, escapa la paz. La hibridez parece convertirse progresivamente en una ficción autoritaria. Y a pesar de sus matices, de sus posibilidades, sigue implicando una sujeción, ya no a los propios roles sino a los de los demás. Así como Aaron carga con el dolor de Adashé, Hamlet, en la mezcla de hijo, hombre y futuro rey, carga con el fantasma de su padre. Entonces si no es la hibridez el camino hacia la libertad, ¿cuál podría ser?
Quizá debamos considerar la austeridad aterradora del vacío. El Tao dice que en el ser centramos nuestro interés, pero del no-ser depende la utilidad. Esa utilidad del vacío es la posibilidad del movimiento y la fluidez; una rueda se mueve por su vacío, una vasija alberga por su vacío y una casa puede ser habitada por su vacío. Así, el ser podría fluir gracias al vacío. Aaron y Adashé se fusionan tantas veces y de tantas formas, magullan tanto el saco de boxeo que se desploma y terminan por no ser ni Aaron ni Adashé, sino dos nuevos seres.
Posiblemente al pensar en el no ser el Tao y el budismo zen no se refieren exactamente al cambio, a ser un hombre nuevo, más bien indican la posibilidad de no querer ser nada. Byung-Chul Han explica esa falta de apetito con la figura del espejo, ya no como el artefacto que brinda la posibilidad de ver al otro reflejado sino como quien aloja todo lo que por él pasa: el cielo y la tierra, las montañas, la hierba, el agua. El espejo del budismo está vacío. No tiene alma ni propósito. No es abominable como el espejo de Borges porque no multiplica, alberga.
El no ser sólo puede conseguirse en el desapego, en la renuncia y ese paso lo da el libro al dar vida a esa especie de dios que se forma en la unión de todos los seres fusionados, de todos los animales del planeta tierra: un gusano que repta por ciudades y montañas, que pasa por lagos y mares, que nos contiene a todos. Y es bonito que se haya elegido a un invertebrado pequeño para encarnar la grandeza del no ser. No es el león o el águila, figuras relacionadas con la virtud y el heroísmo, sino la vida que sucede sin ser vista. El gusano no es humano, no tiene hombros sobre los que recaiga algún peso, es un arca que se mueve, que fluye en el agua y en la tierra.
Quizá antes de llegar a la fluidez del no ser, del gusano, debamos optar por la hibridez del monstruo pero desde allí es posible hacer honor al vacío al dudar de todo discurso y de todo deseo. Llegará el momento en que como Edipo encontraremos nuestro lugar, recuperaremos los ojos y veremos el mundo.
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Este ensayo hace parte de Todos los viajes se hacen en barca, proyecto subvencionado gracias a la beca de crítica cultural y creativa del Ministerio de Cultura de Colombia.
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Autora: Juanita Porras (Colombia, 1996). Leo, escribo y veo cine. Periodista cultural independiente y creadora de Todos los viajes se hacen en barca. Estudio el máster en Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia y dirijo Bitácora correctores.
Ilustrador: Daniel Vera (Colombia, 1996). Diseñador gráfico e ilustrador. Su trabajo está influenciado principalmente por el rock, los cómics antiguos y el misterio. Instagram: @danieelveraa.