Sobre un cuadro de Caspar David Friedrich
Un barco se multiplica frente a nuestros ojos, de sus velas penden las espadas que aniquilarán a los hombres. Ningún ángel podrá salvarlos ahora que los animales duermen lejos y el paisaje se revela en una caligrafía extraña. Caminan hacia él impulsados por un gesto ciego, extraen la sal de la ola para cubrir su herida, mientras la tarde se cierra y la sangre fluye hacia otros lugares. Nadie es lo suficientemente viejo para morir o lo suficientemente joven para salvarse. En todos se revela la sombra y la intemperie. Ahí surge el misterio, bajo los signos secretos del aire, en el vértigo que no distingue de nombres, en la universalidad de la muerte y de la luz. Aquellos que vagan por la vida como por una estancia del sueño comienzan a desconocer su destino, observan el incendio en el río y no temen, escuchan el canto de los ahogados, tocan las puntas de las lanzas, y cuando el asesino señala con su rifle, cierran los ojos y esperan. Eso que los lleva a su descenso, los acerca también al origen, en el que extraviados, con la plena ignorancia del mundo, se arrojan al mar y ven sus manos salir a la superficie. A diferencia de ellos, poco puede decirse de los que conocen la inmolación y la niegan, esos que nunca aprendieron de la mosca y su fugacidad o recibieron con humildad los estragos del invierno, para ellos la muerte es una casa lejana, repleta de huéspedes y campanarios, donde nadie más debe entrar. Al final del día no hay que insistir en la permanencia y esconderse. La tierra siempre abre su pecho para encontrarnos.
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El centro de la fiesta
La infancia es una casa sin huésped, dices. Y tu palabra ahuyenta a los que cantan. Basta un gesto para saber que permanecen ciegos a la sombra de la orquesta, detenidos en la madera del oboe, indiferentes al lenguaje secreto del mundo. La infancia es una casa sin huésped, insistes, pero nadie responde. Extraviados, tocan las cuerdas invisibles del aire, mientras sus voces se agolpan, cercanas y diferentes como letras de un mismo alfabeto. La infancia es una casa sin huésped, te oigo decir tantas veces, pero el sonido del timbal es todo cuanto existe, más allá de eso, poco importan tus cavilaciones, tu condición de asmático en la habitación cerrada, tu memoria atravesada por la herida. Esto es lo que temen. Escuchar a un hombre hablar desde la orilla oscura cuando las puertas de la fiesta se abren y Dios baila en su centro.
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Sobre las jaulas
Allí donde el animal atiende la urgencia de huir, donde la luz desaparece y el grito se hace carne en un lenguaje incomprensible, ningún Dios habla. Todos saben de esas prisiones detenidas en el tiempo, con sus voces huérfanas y sus formas laberínticas. Pasan de largo como por un puerto destruido, tocan sus barrotes como si tocaran los utensilios cotidianos, y en el rostro del tigre cansado advierten una ruina que no es la suya. La permanencia del animal en la jaula semeja la caída del hombre hacia un mundo que lo desconoce, el cuerpo que se precipita, ciego, resistente a los hilos que cortan los dedos. Cada descenso trae consigo una sentencia de huesos y ceniza trazada sobre la frente, una pulsación del índice sobre la región oscura, un ojo que despierta cuando todo se ha ido. Tarde reconocemos que en la boca del tigre también se revela nuestra herida abierta.
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Pescadores
Un día llegan los que profesan el oficio de la pesca, hablan del mar como de una mujer conocida, dicen que es agua y no sal lo que toca la red cuando es arrojada al vacío. Dentro de los barcos se sostiene la luz como una mano abierta, resistente, igual que el grito sometido a la desgarradura. Los pescadores creen en el agua como los demás hombres creen en Dios, en su lenguaje la palabra sed cobra más valor que la palabra historia, aunque ambas las hayan padecido tantas veces. “Toda el agua del mundo es dulce” dicen los pescadores de río. “Toda el agua del mundo es salada” dicen los pescadores de mar. Desconocen que no es lo mismo nombrar al tigre que nombrar cada una de las manchas verticales que cubren su cabeza.
Poema publicado en Estaciones de lo invisible (2020)
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Autora: Jennifer García Acevedo (Medellín, 1995). Sus poemas han sido publicados en diferentes revistas nacionales e internacionales. Premio Nacional de Poesía José Santos Soto (2019). Ha participado en festivales internacionales de cine y literatura, entre ellos el Festival Internacional de Poesía de Medellín, que organiza y convoca la revista Prometeo. Algunos de sus poemas han sido traducidos al Inglés, vietnamita y árabe. Es fundadora y directora del Festival internacional de Poesía de Fredonia (Colombia). Ha publicado Estaciones de lo invisible (Sakura ediciones, 2019).