Censo
El afamado doctor G. ideó hacia el final de su carrera, un método certero para medir la desgracia. Con una serie de exámenes físicos, pruebas de laboratorio y los más diversos cuestionarios y crucigramas, afirmaba que era posible conocer con un imperceptible margen de error la magnitud de las diferentes tristezas y jeraquizarlas. Con esta solución se pretendía saldar de una vez por todas la interrogante histórica de quién sufría más. El Gobierno aplaudió la propuesta y prometió otorgar una exención de impuestos vitalicia a quien resultara ganador.
A lo largo de varios meses, todo tipo de personas pasaron por las diferentes etapas de la prueba. Cuando el día esperado llegó, y en un evento televisado a toda la nación e interrumpido solo por dos anuncios de detergente se anunciaron los resultados, resultó que el ganador era un portero de mediana edad que ni siquiera estaba totalmente calvo. Para quienes esperaban el rostro de la aflicción asomar indiscutiblemente, la sonrisa un tanto servil de aquel hombre resultaba decepcionante. Él mismo guardó silencio, incómodo ante las inconexas preguntas que se le hacían.
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Viento
Hacíamos compras una tarde, cuando vimos una veloz nube amarilla que se acercaba por la calle. Apenas tuvimos tiempo de cerrar los ojos y cubrirnos la cara con lo que había a la mano. En cuestión de segundos, sentimos un fuerte viento que nos arrastraba, intentándonos mover del punto que ocupábamos. Sentí los pies como si fueran unas raíces minúsculas, que sin embargo resistían. El viento ululaba y partículas de polvo rozaban nuestros oídos o se pegaban a los cabellos. “Pasará pronto”, le dije. “Evita respirar mucho”, me respondió.
Pero no ha terminado, y hemos tenido que regresar a casa con aquel vendaval. Como era imposible entrar, solo alcanzamos a pasar la reja del jardín, y de puro cansancio nos echamos sobre el césped. Tras un cuarto de hora, el sonido del viento arremolinándose bajó de intensidad, para regresar a su primer estado después de unas horas. Hemos tenido que arreglárnoslas y solemos pedir comida o agua a quienes pasan, alimentándonos de prisa por miedo a que el polvo nos asfixie. Sólo sentimos la proximidad del otro por los temblores que nos sacuden de vez en cuando.
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Autor: Rodrigo López Romero (Estado de México, 1992). Formado en las Artes y los Estudios visuales, se dedica a la docencia universitaria en programas de lenguas, comunicación y arte. Ha colaborado con diversas revistas universitarias como La palabra y el hombre, El ornitorrinco tachado, Deslinde y Luvina. En 2019 publicó con la UAEM el ensayo Chroma: color, estética, y escritura.