El atún coronado || Cuento de Eduardo Viladés

Nunca pensé que hacer la compra sería el momento más feliz del día. Antaño, ir al supermercado me daba una pereza enorme, en especial porque nunca me ha interesado comer bien y me nutro de comida basura, casi siempre del kebab de la esquina de mi casa o de latas caducadas que compro de estraperlo. Pero desde hace unas semanas, el supermercado se ha convertido en el único reducto de libertad diario, para mí y para todo el país. Me fascina ver cómo la gente tarda horas en llenar el carro. Las hileras de mermeladas, atún en conserva y pañales parecen estar pobladas de pantalones de marca, faldas y abrigos. Lo que antes no suponía más de diez minutos ahora se eterniza durante un tiempo que ojalá no terminara nunca.

Nos cruzamos en los pasillos sin rozarnos, apenas sin vernos la cara por las mascarillas. Recuerda a fragmentos de películas como Estallido o Contagio, el ébola ha sido reemplazado por un virus con aires regios. En cierto sentido es como un sueño, no se tiene la sensación de que está sucediendo porque hasta ahora solo se había visto en las películas.

Yo vivo con mis padres y me da miedo lo que les pueda suceder. Su casa es como un museo, me llaman la atención las decenas de marcos que tienen con fotos antiguas que les indican el tiempo pasado, el poco tiempo que les queda. Pero no quiero que el bicho regio les adelante la hora. Dicen que la muerte es como un asesino a sueldo que va dejando pequeños señuelos a lo largo del tiempo. Me niego a que el camino de ese asesino se allane por una enfermedad con corazón de rollito de primavera porque yo soy más de sushi.

Una o dos veces a la semana voy al supermercado para hacerles la compra. Como he dicho, es el momento más emotivo que vivo últimamente. Hasta me arreglo y me pongo guapísima. Me niego a estar en casa todo el día con el chándal o el pijama porque me siento como un despojo y mis pensamientos se llenan de una ponzoña que no me gusta nada.

En realidad no soy una persona sociable y no me arrepiento de ello. Hay ciertos momentos en los que la humanidad te obliga a pasar en familia o con amigos porque, de lo contrario, significa que uno tiene una vida muy triste o está muy solo, como si la soledad fuese de por sí mala y la compañía buena por necesidad. Me parece un montón de mierda.

Paso de tener hijos. No quiero perder mis mejores años para preparar los peores. Tampoco estoy interesada en la vida en pareja. Ni uno solo de mis amigos es feliz compartiendo la vida con su media naranja. Se autoengañan y se dejan llevar por las normas imperantes, sobre todo mis amigas. Por un lado, intentan bregar contra la moral judeocristiana imperante pero, al mismo tiempo, se sienten mal consigo mismas si más allá de los 35 años no están emparejadas y con un par de niños. Que se emparejen consigo mismas y se quieran, que utilicen a los hombres, que para eso están. Por eso, porque me conozco y no creo en la gente ni en la patraña de estar en pareja como cura a todos los males, me sorprende lo que me sucede últimamente en el súper, debe de ser que el corona me ha vuelto melancólica o que la falta de sexo empieza a hacer estragos. Me he topado varias veces con un muchacho de unos 35 años. No le veo bien el rostro porque lleva una mascarilla gigante, como cuando alguien se pone unos pantalones de una talla 45 usando una 38 para una función en la que hace de payaso, pero en la cara. Los ojos no son bonitos, de un negro aburrido, como desteñido. Los tiene medio rasgados, pero no al estilo oriental ni en plan guapazo coreano de taekwondo, sino como si alguien se los hubiese rajado de modo cochambroso con una cuchilla. Quizá le atracaron de pequeño al salir del colegio y ahora yo estoy frivolizando con ello. Me siento fatal. El caso es que me gusta ese chico. Está gordo y es muy bajo, estilo Torrebruno, y solo compra atún de marca blanca, y encima en aceite de girasol, mucho más insalubre que el de oliva, aunque yo no debería hablar de comida saludable porque me nutro con basura y parezco un cuerpoescombro. Tengo 40 años y aparento 70. Cuando paso por el pasillo del atún me quedo mirándole mucho rato. El otro día, desde la distancia, hasta le di una receta de atún encebollado que había consultado cinco minutos antes en el móvil. Me miró y me dio las gracias. Cuando se disponía a irse, le chillé: Imbécil, te doy una receta y ni siquiera me dices cómo te llamas, qué te mate el puto corona. Lo admito, no soy el paradigma del saber estar y mi educación es del arroyo, pero me pone neurasténica hasta extremos insospechados que un tío, y encima feo con avaricia, no me haga caso.

Se llama Ismael y es ingeniero molecular en Houston. ¿Qué coño hace comprando atún de marca blanca en un súper de Vitoria? Tendrá pasta, al menos. Ahora entiendo lo de la mascarilla, los americanos lo hacen todo a lo grande. Le veo siempre que voy a comprar, siempre en el mismo sitio, debe de estar obsesionado con el atún, será algo típico de Houston. A pesar de que sus besos quizá me llenan de grasa el gaznate y olería a pescadería de barrio, tengo unas ganas de locas de achucharle. Lo que pasa es que ahora no puedo hacerlo por la mierda de la mascarilla, la distancia de seguridad y el estado de alarma. Podría imaginármelo, pero soy muy limitada y mis sueños se centran en lo que tengo que comprar al día siguiente y en el programa de telebasura de la tarde. De todos modos, aunque le besara seguro que no le contagiaría nada. Si el corona entrase en mi cuerpo le daría una embolia. Me he metido tanta mierda que seguro que hago de barrera. Quizá debería llamar al Monte Sinaí para que elaboren una vacuna a partir de mi sangre podrida o mis ignominiosos anticuerpos.

¿Qué pasará el día D? Quiero volver al supermercado, sin mascarillas, sin alcohol en las manos, sin guantes, y que el chico de los ojos rasgados por un cúter me folle en la hilera del atún en oferta. Que la grasa de una lata en mal estado nos impregne de arriba abajo, que no necesitemos lubricante para que me taladre hasta el fondo, que un corro de personas se reúna a nuestro alrededor y nos aplauda como en las comedias románticas americanas, que también se desnuden, se besen, que compartan fluidos, coños con coños, pollas con pollas, coños con pollas y más coños, que el atún nos caiga desde las alturas como una Fontana di Trevi con patente cañí, que nos toquemos, que chillemos, que mandemos a la puta mierda al bicho de los cojones y que nos lamamos como si no hubiese un mañana…

La putada es que sí que habrá un mañana, un mañana que será como el ayer del que tanto nos quejábamos. No soy muy buena soñando pero no se me da mal soñar despierta. Eso sí, independientemente de que me lo folle en el súper, ojalá que todos esos sentimientos de concordia y de buenas intenciones que vivimos ahora no queden en agua de borrajas cuando llegue la normalidad, cuando vuelva la seguridad de la rutina sin virus de por medio. Volverán los mismos hábitos, igual de aburridos, igual de crueles, igual de anónimos, igual de extraños, las mismas envidias, odios, desplantes, alejados de la magia irreal que un bicho al que todos odiaban creó sin darse cuenta. Volverá la desidia, la falta de comunicación, los insultos, la ausencia de besos y abrazos, el tósigo que contaminará nuestros pensamientos. Espero que esto nos haga ser un poco más humanos y que no dejemos de restregarnos grasa de atún barato los unos a los otros, de mirarnos a los ojos y recordar que la libertad es lo más preciado que tenemos. Simplemente espero que el día después no sea como un enero tras Navidad…