Habitar el silencio

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Jueves 26 de septiembre, 2019. Una fotografía apareció frente al monitor de mi computadora: una pizza sonriente con ojos. Un mensaje lo acompañaba: ¡Amor, será nuestro Wilson! En la fotografía había algo evidente. La persona que me hacía escribir estaba acompañada de alguien más que no era yo. Tres segundos después perdí la voz. Esa fue una de las tantas veces en que he muerto.

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Hace un par de meses habitaba el silencio. El dolor que implicó el hecho de arrancarme los sueños de la piel y el alma creó un nudo entre mi cabeza y el corazón, asfixiándome, arrebatándome la voz. Me hallaba despojado de todas las formas posibles del pensamiento. Había perdido la capacidad de pensar.

Me quedé sin palabras, sin el mínimo deseo de hablar. Me supe afásico de manera voluntaria y no intenté nada para revertirlo. Los horizontes de mi existencia se habían diluido, eran como una letra huérfana, muda, que por sí sola no es capaz de emitir un sonido: H.

Al principio, el silencio me parecía escandaloso como algo que retumbaba fuertemente en mi mente y que no lograba descifrar. Eran múltiples voces que pronunciaban algo carente de sentido. En ocasiones era un sonido constante y rasposo como el de un teléfono descolgado: una llamada que alguien hizo y que nadie respondió.

Un día de los tantos desperté, al abrir los ojos todo estaba quieto, en aparente afonía. No escuchaba los ladridos de los perros de la calle ni el tráfico de la ciudad. No alcanzaba a oír mis latidos, ni siquiera los últimos ecos de los recuerdos sueltos que me hablaban de un pasado lleno de grietas. Había en mí un absoluto silencio.

Se desintegraban las p  a  l  a  b  r …

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Científicamente el silencio es la ausencia total de sonido. ¿Cómo se origina esa ausencia? A partir de la difuminación de todo fenómeno que involucra la propagación de ondas magnéticas producidas por cualquier cuerpo o materia; en otras palabras, cuando deja de existir aquello que produce el sonido, como cuando alguien decide callar. En ese momento se ausenta, se aleja, convirtiéndose en un ser inerte, porque sólo lo inerte es mudo. Sólo la muerte absoluta no tiene nada que decir, dice Steiner.

Hay quienes afirman que en el espacio exterior el sonido se hace imperceptible porque el vacío del espacio no es un medio elástico que el sonido necesita para propagarse. En los pulmones y la garganta de las personas hay universos incapaces de romper el silencio. De ese modo, el silencio se convierte en un grito ahogado, en dudas que se quedan sin revelar, en palabras sin pronunciar y que jamás habrán de escucharse por la misma voz y para la misma persona:

¡Te quiero!, dos palabras que nunca volveré a saber de ella. A alguien más le pertenecerán. Su silencio y el mío se han configurado eternos.

El silencio se hace en lo que dejamos de decir, en lo que ocultamos, en lo que negamos cada vez que alguien nos pide una explicación sincera y, sin embargo, preferimos callar, tal vez por miedo, tal vez ante la falta de confianza o, en el peor de los casos, por indiferencia. Pero el silencio tiene una cara reveladora: es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos, apunta Miles Davis. Las frases cotidianas lo refuerzan: El que calla otorgasu silencio lo dijo todo. El silencio tiene otras formas más sutiles de expresarse como aquella carta que alguna vez enviamos y que nunca recibió respuesta, o aquella botella con un mensaje arrojado al mar y que nadie encontró, ahogándose en las profundidades del océano.

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Con el transcurrir de los días, callar se convirtió en un remedio de sanación. Dejé de preguntarme el por qué la persona amada había evitado las explicaciones. Dejé de justificar su decisión y de lamentar mi pérdida irreversible. Entendí que cuando las palabras ya no bastan, entonces el silencio se hace necesario.

Lentamente fui olvidando aquello que me despojó la voz. Mi alma brotó nuevamente con nuevas semillas, con otras raíces. De poco en poco recobré el vocabulario. Primero pronuncié la palabra e-m-p-e-z-a-r. Después una oración: caminar hacia nuevos horizontes. Sin darme cuenta establecí las primeras conversaciones conmigo mismo, y después con las personas que estuvieron allí, presentes, esperando mi regreso.

Entendí que el silencio es sabio, incluso más qué las palabras, porque éstas pueden ser destructivas e hirientes cuando no se emplean con cuidado, al punto de causar golpes más duros que un puño cerrado. En cambio el silencio es noble, pues aun cuando provoque incertidumbre, al mismo tiempo, te invita a soltar lo que ya no es. Como dice David Le Breton: la saturación de la palabra lleva a la fascinación por el silencio.

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Domingo 10 de noviembre, 2019. Esta mañana escuché los ladridos de un perro callejero. Los sonidos han vuelto. Ahora sé lo que significa habitar el silencio: una forma de recobrar la vida. De vez en cuando se vuelve al mismo sitio, porque inevitablemente estamos expuestos a morir y revivir una y otra vez. Esta es mi conclusión.

Ahora puedo agradecer el haberme enraizado a sueños que solo existen en el pasado. Un nombre, [una quimera], esto es lo único que me pertenece.

He vuelto a escribir.

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Autor: Delmar Penka (Chiapas, México, 1990). Es documentalista, ensayista y académico tseltal. Maestro en Comunicación y Política por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2017-2018), de las Becas Literarias Interfaz (2018), y del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico, PECDA (2018-2019). Varios de sus ensayos académicos y literarios han sido publicados en las revistas Tierra Adentro, Liminar, Balajú y Fotocinema.