Resistencia en el último vagón

“Globalmente, se puede tener la impresión de que casi no se habla del sexo. Pero basta echar una mirada a los dispositivos arquitectónicos, a los reglamentos de disciplina, y a toda la organización interior, para comprobar que el sexo está siempre presente”.

Michel Foucault

I

Estaba anocheciendo y debajo de la banqueta había un montón de basura inorgánica apilada junto a una coladera. La calle estaba repleta de comerciantes informales que exceden el precio de los productos para alimentar a los suyos. Compré una botella de agua natural para combatir los efectos de la cruda que tendría al día siguiente e ingresé a la estación Balderas. El metro de la Ciudad de México es visto por muchos como un ente que engulle miles de personas cada día y devuelve seres grises y sin esperanzas. Esa tarde había excedido el consumo de cerveza recomendado. Eran las siete y media de la tarde y la hora pico parecía terminar gradualmente. Yo debía transportarme a Potrero. Pude hacer las cuentas a pesar de mi embriaguez: eran cinco estaciones las que tendría que sufrir.

Había un número considerable de personas aglutinadas cerca de las posiciones más próximas a las escaleras en espera del tren. Calculé que si me ponía en medio del andén pasaría por lo menos un metro antes de que yo pudiera ingresar de una manera cómoda, como si bajo tierra uno se pudiera sentir confortable. Opté por aventurarme a viajar en el último vagón, pues la afluencia de gente ahí parecía ser llevadera. Corre el rumor de que, a ciertas horas y en ciertas líneas, el vehículo final sirve como refugio para hombres que buscan erotismo. Ramón, un amigo que conocí por internet, era un usuario que frecuentemente acudía a las entrañas del metro para tener encuentros casuales. Me dijo: No importa la hora. Ahí uno puede encontrar buen material a las diez de la mañana o a las once de la noche. Nunca falta el chacal que quiere desahogarse o el Godínez que anda estresado.

A pesar de que fue un trayecto corto, dos muchachos relativamente jóvenes que eran pareja, al percatarse de mi borrachera, me dirigieron unas miradas juguetonas. En esos momentos no estaba en condiciones de si quiera considerar la opción de intercambiar números o de participar en una investigación que saciara mi curiosidad, así que opté por ignorarlos tajantemente. El tren sale del túnel en Potrero; de nuevo se puede vislumbrar la caótica noche en el norte de la ciudad a través de las ventanas del metro que siempre están marcadas por algún grafitero novato.

II

El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata cuenta la historia de un joven abiertamente homosexual que se dedica a la prostitución. La historia del chichifo revela un submundo que es realidad para algunos, pero que resulta desconocido para la mayoría de la población. En la novela, Adonis, el protagonista, se aleja de los bugas, pues comienza a reconocer su propia identidad en un entorno gay. Los otros se convierten en extraños conforme muestran su discriminación hacia un modo de vida disidente. Sin importar su preferencia sexual, las personas se construyen a partir de los lugares que frecuentan, y si su condición se los demanda, los sujetos son capaces de cambiar su entorno. Es por eso que algunas zonas en la ciudad se han caracterizado por ser espacios complejos en donde los no heterosexuales encuentran seguridad y confort.

III

La liberación gay en México se hizo a la imagen y semejanza de la de Estados Unidos. Casi 10 años después de la movilización neoyorquina que se convocó tras una redada policial que hubo en el bar Stonewall, un contingente de la comunidad homosexual mexicana se unió a la marcha de 1978 que conmemoraba el funesto 2 de octubre. Un año después, en 1979, se llevó a cabo la primera Marcha del Orgullo en México. Que se celebrara el orgullo en una sociedad abiertamente homofóbica y machista fue una bofetada transgresora que desafió los modelos morales ortodoxos y arrojó luz sobre el futuro para la disidencia sexual.

A pesar de que la lucha comenzó abajo y a la izquierda, hoy en día la Marcha del Orgullo se contamina con intereses neoliberales que ven en la comunidad LGBTTTI un sujeto de consumo desmedido ideal para ensanchar sus bolsillos. El capitalismo rosa ha encontrado la manera de infiltrarse en la vida cotidiana de muchas personas a través de una etiqueta conmemorativa o una bebida con los colores del arcoíris. Ramón asiste inequívocamente a la marcha en un contingente contracultural. Me confesó su sentir al respecto: El año pasado las marcas se pasaron de lanza. Unas le entraban al desmadre de manera decente. Nos regalaban condones o tragos en vasos de colores. Pero otras de plano se vieron muy pinches gandallas. Convenencieras, pues. Nomás’ ponían su logo a lado de la bandera y se hacían pendejos.

Yo no compro por comprar, ¿sabes? No me late que hagan de la comunidad una mercancía cualquiera. A algunos gays les interesa la moda, pero otros nos la pasamos por los huevos. Ya ni la chingan al hacer ropa unisex y darla bien pinche cara. Si me gusta una blusa de mujer, pues me la compro siempre y cuando me alcance. Si no, me pongo las que encuentre baratas. La pinche industria es ratera, no piensa en ayudar a la comunidad, sino en su propio beneficio. Yo digo que no hay lugar para esos cabrones igualados en la comunidad, ¿sabes?

IV

Dos horas después de recibir mi mensaje, Ramón acudió a la entrada de la estación del metro Potrero a las diez de la noche; quince minutos después de lo que habíamos acordado. Comenzaba a vaciarse el metro, pero aún se sentía la presencia de algunos uniformados que aguardaban su transporte. Habíamos quedado en viajar hasta Universidad y luego regresar. Ambos vivíamos cerca del metro. Según nuestros cálculos estaríamos de vuelta a más tardar a las 11:45 pm, eso nos dejaría suficiente tiempo para caminar a nuestros hogares. También, con dos viajes, uno de ida y uno de regreso, dábamos oportunidad al azar para que nos presentara un escenario de cruising.

En ese momento, Ramón tenía veinte años; desde los dieciséis salió del clóset y a esa misma edad se atrevió a hacer de la cajita feliz una parada habitual en sus trayectos. Yo iba en prepa seis en la tarde. Todos los días viajaba de Potrero a Coyoacán. Una vez en la noche, un señor medio gordo me empezó a tocar la pierna y me saqué de pedo. Estaba bien pinche feo, entonces me cambié de lugar. Pero ya después, viéndolo bien, como que me levantó algo y pus’ que le tiro unas miradas y me paso la lengua por los labios. El señor se calentó y me dio su teléfono, pero nunca me atreví a llamarlo. Unos días después por fin se la chupé a un chacal que venía de trabajar. Primero chequé que no hubiera nadie viéndonos porque tampoco quería incomodar. Estaban unos batos en su pedo y unas ñoras medio dormidas. Me di valor nomás’ porque ese cabrón estaba bien rico. Desde esa vez me laten así, chacalitos.

Aunque rumbo a Universidad el vehículo en el que viajamos estaba casi vacío, se subieron un par de hombres blancos bien vestidos. Uno aparentaba 30 años y el otro 40. Por su semblante se notaba que no acudían al último tramo del metro para iniciar una aventura, sino para disfrutar el posible espectáculo. Ramón se paró frente a las últimas puertas y se sujetó de un tubo para dejar que lo vieran. Los hombres comenzaron a mirarlo como si él fuera el dueño del circo y ellos el público hambriento de ser entretenido por una exhibición de animales salvajes. Mi acompañante ni siquiera los volteó a ver. Me acerqué y le susurré discretamente que tal vez aquel par de individuos serían una buena opción para iniciar un encuentro esa noche, pero sólo negó con la cabeza. Seguimos con la charla y el tema central siempre estuvo relacionado con las personas que entraban y salían del vagón.

El destino de uno de los dos tipos era Centro Médico y del otro era Zapata. Una vez que se habían bajado cuestioné a mi compañero sobre por qué ni siquiera había tomado en cuenta a aquellos usuarios para emprender una práctica erótica. Contestó: A mí no me laten los güeritos. Además, nos estaban viendo como si estuviéramos aquí nomás’ pa’ su diversión. Aquí abundan esos cabrones que te ven y te ven, pero nunca hacen nada. Calientahuevos se les dice. Esos güeyes aparentan ser heteros para pasar desapercibidos, pero son más putos que yo.

V

Llegamos a Universidad y, durante todo el viaje, solamente nos encontramos con la insinuación de los caballeros trajeados. Me prometió que rumbo a Indios Verdes las cosas se ponían interesantes. Entramos un poco apretados, pues había mucha gente esperando abordar. El tren tardó en arrancar y para mi sorpresa el retraso no causó muchas molestias entre los viajantes. Había muchos jóvenes del tipo que le gustaban a mi acompañante; lo vi prestar atención a su alrededor para tratar de encontrar una posible conquista. El metro comenzó su marcha y para ese momento ya se había formado una barrera humana que impedía ver a los más alejados del tramo final del vagón lo que estaba a punto de suceder. Tres estaciones después logré distinguir que ya había un par de varones tocándose entre sí. Mi camarada me invitó a observar de cerca.

Entre más nos acercábamos a nuestro destino, aumentaba la intensidad del ambiente. Pronto otros fisgones se unieron. No tardó en conformarse un círculo humano en una esquina que protegía los toqueteos íntimos. Conté ocho inmiscuidos en ese juego carnal. Aunque mi intención era únicamente investigar, los personajes que estaban sumergidos ahí comenzaron a tocarme. Ramón se alejó de mí y pronto él estaba casi en el centro del círculo. No pude oponerme a ningún manoseo, pues estaba ahí por decisión propia. Tenía que sentir la experiencia lo mejor que pudiera. Después de notar mi escaso interés, poco a poco se acercaron al círculo para contemplar algo más sugestivo que lo que obtenían conmigo. Quedé relegado a la arista de ese espacio erótico, lejano a la acción. Desde ahí pude percibir como el más atrevido de ellos se puso de rodillas y comenzó a dar placer a un par de sujetos.

Perdí la noción del tiempo hasta que mi amigo se acercó a decirme que teníamos que bajar. Cuando abandonamos el lugar, la felación se había detenido, pero los cuatro tipos que quedaban todavía se acariciaban. Aunque en la estación Potrero el tren sale del túnel, los que estaban participando del encuentro no se intimidaron con las pocas luces que la ciudad tiene para ofrecer a las 11:38 pm.

VI

Caminamos hacia la salida. Aprovechamos para comentar la situación que acabábamos de vivir. Mi compañero reveló algo que no había previsto: ninguno de los que intervinieron en la sesión parecía participar de dinámicas de discriminación o ser víctima del consumismo rosa. Le pregunté cuál era la causa de sus visitas constantes al último vagón y contestó: El metro es un espacio así, ¿sabes? Ahí no encuentras putitos que se sienten divas cuando no tienen ni en qué caerse muertos. Si vas a un antro o conoces gente por Grindr, siempre se quieren hacer los superiores intentando aparentar algo que no son. Esos cabrones son la misma mamada que los homofóbicos, segregan a la gente que no cabe en su modelo. Para mí el último vagón es un espacio de resistencia, ¿sabes?

***

Rodolfo Munguía (Ciudad de México, 1999). Estudia Antropología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Escribe, sobre todo, ensayo y narrativa. Ha colaborado con la Revista de la Universidad, Cultura Colectiva y Punto de Partida. Busca las palabras cuando no tienen nada que decir y leecuando no tiene nada que pensar.

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