«Siempre me he sentido extranjero en mi propio país»: entrevista a Víctor Cata

Fotografías de Octavio Meléndez

El conocimiento de Víctor Cata desborda las barreras del lenguaje. Hablante de zapoteco y escritor de Sólo somos palabra (entre otros libros más), sus historias rememoran una amplia tradición oral que desafía a cualquier espectador por sus ideas del tiempo, del lugar y del género. En Santa María la Ribera, a un costado del histórico Kiosco morisco, nos cuenta un poco sobre su niñez, cómo fue su proceso de atracción por la literatura, algunas anécdotas personales y cómo se concibe al indígena en la actualidad en un país que aparentemente busca reivindicar su papel en la sociedad. Sin embargo, nos encontramos en una realidad muy distinta…

Primera Página: Bueno, Víctor, me gustaría que comenzáramos contigo, platicando acerca de ti. Naciste en Oaxaca, ¿cierto?

Víctor Cata: Sí, yo nací en la ciudad de Juchitán. En un barrio que se llama «el barrio de las limas», en la década de los setentas. En el tiempo en el que nací era una sociedad casi monolingüe. Hablábamos más zapoteco todos los niños. Nuestro conocimiento del español era como cuando un extranjero aprende un idioma que no es el suyo, con tropiezos y con errores gramaticales. Todavía los seguimos arrastrando los que nacimos hablando un primer idioma. Esa parte marca mi pronta lingüística y, pues, tuve la fortuna de ser monolingüe primero; de poder captar el pensamiento zapoteco.

PP: ¿Hasta qué edad creciste y te educaste en esa zona?

VC: Ahí viví hasta la edad de 18 años que vine a la Ciudad de México, pero todo ese tiempo estuve viviendo allá.

PP: ¿Fue cuando viniste a estudiar historia?

VC: Sí. Casi estuve aquí veinte años viviendo.

PP: ¿Y cómo surge este interés, más bien, por la literatura y sobre todo por la escritura en tu lengua: el zapoteco?

VC: Fíjate que nosotros venimos de una tradición oral. Es otra manera de literatura, otra manera de narrar como en palabras o hacer libros con palabras. Estos recursos que tiene el idioma zapoteco. Crecí en un tiempo donde no teníamos televisor ni radio, entonces eran contados los vecinos que tenían estos aparatos y a veces dependía del humor de la gente; de cerrarnos las ventanas o dejarlas abiertas para ver el programa que esa señora o ese señor quería ver. También tuvimos la fortuna de vivir en un ambiente agrícola, campesino, entonces a las cinco de la tarde llegaban los campesinos con sus carretas llenas de sandía, melón, mazorca y había que ayudarles a descargar. El regalo era que te contaran un cuento… una adivinanza, una mentira fantástica, una narración fantástica que no buscaba engañarte, sino divertirte, distraerte, que tuvieras actividad mental; o preguntas capciosas en zapoteco. Esa parte oral fue mi primer libro. Después hubo un movimiento interesante en Juchitán que tiene que ver con la revitalización o recuperación del zapoteco como valuarte, como identidad de un pueblo originario. Crearon una biblioteca muy bonita en la casa de la cultura de Juchitán. Gracias al apoyo del maestro Francisco Toledo se creó esta biblioteca. Ahí tuve la fortuna, a los nueve años, de encontrar un texto de Rudyard Kipling, El libro de la selva. Entonces, como eran dos libros, yo hacía trampa. Antes de entrar a la escuela, porque la casa de la cultura estaba pegada a la escuela primaria, iba yo a esconderlo (risas).

PP: Ah, para que nadie más lo tomara (risas).

VC: Y al salir, ya sabía dónde estaba para leerlo como veinte minutos, porque mi mamá era muy exigente con el tiempo, y luego dejarlo en su lugar original.

PP: ¿Esta experiencia tuya con los libros y las historias influye en el proyecto «El camino de la iguana»?

VC: Fíjate que «El camino de la iguana» se hizo después. Ahora que preguntabas que por qué escribo en zapoteco, yo creo que es una cuestión de necesidad y de resistencia. Es una cuestión de decir «aquí estoy; estoy vivo». En mi infancia me tocó una persecución horrenda dentro del sistema educativo; no sólo a mí me tocó esa pesadilla, sino a muchos compañeros, compañeritas, con quienes estudié. Nos pegaban por hablar en zapoteco. Estaba prohibido. Lo hablábamos nosotros, en cuchicheo, detrás de las puertas o en los recreos. Pero nunca faltaba un chismoso que iba a decirle al maestro: «Fulano habló zapoteco».

PP: Sí, como si fuera casi un delito, ¿no?

VC: Sí. Entonces escribir para mí es una cuestión de necedad. Siempre fui necio desde niño. Siempre hice lo que quise… aunque me fuera mal (risas). Por eso escribí, por eso nació «El camino de la iguana» con la maestra Natalia Toledo, quien también padeció esta parte y ella desde pequeña se tuvo que salir de Juchitán. Es como una cuestión, te digo, de existencia, de mostrar otra forma de vida, de decir «no estamos mal». No tiene nada de malo hablar una lengua indígena; al contrario, es una fortuna para el cerebro porque está desarrollado, programado, para que hablemos muchos idiomas. Y un idioma indígena no te hace tonto y el español tampoco te hace inteligente, entonces son idiomas que te permiten una comunicación, que te permiten comprender una partecita de este mundo enorme en el que estamos viviendo. Es una parte del ser humano, nos pertenece aunque yo no hable ruso, chino o alguna lengua indígena de Brasil. Me pertenece porque soy humano como ellos. Es parte de un desarrollo complejo.

PP: Lo que me cuentas me lleva a reflexionar en la enorme contradicción que se observa en el discurso nacional, que resalta lo prehispánico, pero a la vez aparta y margina al indígena actual, al indígena vivo.

VC: Hay un libro muy bonito de Manuel Gamio, que escribió por 1916-1917, que se llama Forjando patria, donde hace esta reflexión que tú acabas de decir. Después lo retoma Bonfil Batalla en su obra también de referencia dentro de la antropología, donde dice que se adora a los indios de muertos y se desprecia a los indios vivos. Muchos de los trabajos que se han hecho en la epigrafía maya o en la lectura de las piedras, de los lienzos, de los códices, son gracias a los grupos indígenas que hablan una variante del maya como el mam, el tsotsil, el maya yucateco, el maya que se habla en la selva Lacandona. Gracias a que los lingüistas, los epigrafistas y demás se enfocaron a esta gente (esta gente dio información lingüística) a tiempo, pudieron empezar a descrifrar los glifos mayas, si no no podría hacerse. No podría hacerse de ninguna manera; quedaría en esta parte hipotética y de interpretación nada más.

PP: También creo que, y un poco pasando al libro, es una forma en que de alguna manera se ha permitido el estudio de los pueblos indígenas: siempre desde fuera, sin darles la voz, lo cual es algo que hace tu libro, al estar escrito en la zapoteco y al ser narrado por ti, que perteneces a esa comunidad.

VC: Sí, además, como conozco el idioma conozco su estructura. Hay un relato donde hice un ejercicio a propósito de mi idioma y de su estructura. En el español, hay una necesidad casi morbosa de saber quién eres, si eres hombre o mujer. Esa es la obsesión del español. En el zapoteco esa no es una obsesión. Su obsesión es «dime a qué grupo perteneces». ¿Eres humano, eres animal, eres objeto, eres cosa divina o cosa muerta?

PP: Y en realidad en tus relatos esto se mezcla, ¿no? Lo divino, lo sacro y lo profano… juegas un poco con esa mezcla.

VC: Sí. En el relato de «El reparto», muchos me dicen que el personaje principal es una mujer. No, no, no. No es una mujer; es un muxe. Muxe es un homosexual. Y al traducirlo al español, evité marcarle su pronombre de femenino o masculino, «él» o «ella». Entonces ya hasta el final dice el texto: «Recuerda que estamos solos, que estoy solo» o algo así, y esa marca es la que te indica el sexo, pero toda la actividad y el pensamiento del personaje es femenino; igual en el otro relato, el que se llama «Un tal Jesús». Jugué un poquito con la manera en la que tenemos de hablar, porque hacemos como calcos. Por ejemplo: «guarda tu teléfono, no lo vayas a tirar». Tú me vas a decir, «pero cómo lo voy a tirar»; aunque en realidad lo que te estoy diciendo es «guárdalo, no lo vayas a perder». Tirar y perder es igual en zapoteco. Entonces mucha gente que habló primero el zapoteco, al hablar el español jala esos calcos. Lo que hace es que estas «cajitas» que tiene el zapoteco se las pasa al español. «Un tal Jesús», un chismoso que no se levanta de la cara de la gente… estoy traduciendo literalmente lo que viene del zapoteco al español.

PP: ¡Y se entiende muy bien!

VC: Sí, se entiende. Quedó chistoso. Es chistoso porque no hablamos así en español. O la gente que nació hablando español y que conoce su idioma, pues no habla así; pero son estos giros lingüísticos que tenemos sembrados en todo el país. Por ejemplo, el maya yucateco, los que están en Veracruz. Cada quien habla un español que lleva la marca de nuestra lengua indígena.

PP: Sí, claro. Incluso en la ciudad son distintas entonaciones, distintas expresiones que denotan el lugar al que pertenecemos, ¿no?

VC: Y enriquece al español de México. Lo vuelve único dentro de su diversidad.

PP: También pensaba un poco en este juego que hay de pronto en los relatos sobre pasado y presente. ¿Cómo funciona el tiempo?

VC: Fíjate que eso es otro punto. En el zapoteco los tiempos no importan. Estás hablando del presente y usas tiempos del pasado o estás en el pasado y usas marcas del presente. En el español lo tienes que marcar. Si no lo marcas, se nota que no estás hablando un buen español (risas). Pero sí lo tomé a propósito, entonces jugué con el tiempo, jugué con el género y con las marcas gramaticales. Por ejemplo, la estructura del español es sujeto-verbo-objeto. Así tienes que hablar: «el caballo corre en el campo», «el niño juega con la pelota». En zapoteco no. Primero es el verbo-sujeto-objeto: «corre el niño en el campo», «patea el niño la pelota». Algo así. Ese tipo de cosas siempre las tuve presentes en el momento cuando creé estos relatos. Estos relatos en realidad son cosas que yo oí de niño.

PP: Parten justo de estas narraciones que tú dices.

VC: Sí, parten de una realidad que yo viví. Lo único, lo único, que lleva mío ahí es mi manera de narrarlo. Nada más. Había conocido a ancianos mañosos que para que no nos fuéramos y siguiéramos desgranando la mazorca, nos contaban un cuento, otro cuento y otro cuento (risas), como los de Las mil y una noches. Y ahí estábamos obsesionados, ¿qué otra cosa podríamos hacer? No había tele… no había radio, ni cine. O sí había cine pero había que pagar (risas).

PP: Y esa dinámica de alguna manera se reproduce de nuevo, cuando uno te lee. Yo tenía la sensación de que se estaba narrando para el lector, para el espectador. Casi como un chisme: «me contaron, me dijeron», como lo que tú me dices, de esa forma. Como el campesino contándote a ti, yo sentí esa misma interacción entre el lector y el libro.

VC: Sí, como que hubo muchos espacios naturales donde podemos vivir la oralidad. Por ejemplo esto, a la hora de estarle ayudando al campesino a desgranar. Otro espacio femenino y que los niños a veces por ser niños no se les permitía ingresar, por las tardes, era la hora del rezo. Mi abuela siempre me llevaba porque era un niño que no molestaba; donde me sentaban me quedaba. Y después del rezo, las señoras platicaban sobre cosas de santos, de espantos y cosas así (risas). En los velorios, fuera, en el patio de las casas, cuando alguien moría, un nueve días o un cuarenta días, los señores se sentaban afuera y es otra manera de narrar, otro tipo de cosas que se contaban. Así que pude convivir en esos espacios, tanto en mi infancia, en mi adolescencia y de moverme de un mundo de mujeres a un mundo de hombres.

PP: También el cambio de lo rural a lo urbano, porque viniste a vivir a la Ciudad de México; además insertarte en el ámbito académico, donde pareciera que se habla otro lenguaje y se vive otra vida.

VC: Ahí sí me sentí extranjero. Y siempre me he sentido extranjero en mi propio país. Por lo que tú dices, porque es otro pensamiento, porque la manera en cómo nos dieron instrucción en Oaxaca, por ejemplo, era más de memoria. Y aquí era un poco más una cuestión de resumir, de hacer análisis… no digo uno como indígena no pueda hacer análisis, porque toda nuestra base es de memoria. Somos más visuales. Tenemos otra forma de procesar la información y de repente te dan este otro mecanismo, que sí lo aprendí, pero no era parte de mi cultura. Falta mucho en el área de la educación para los indígenas. Como que tuviéramos una educación no para diferenciarnos de los mexicanos, pero sí para respetar nuestra cultura. Por ejemplo, la educación que recibe una persona que nació hablando español no me la puedes dar a mí, porque no lo hablo desde mi infancia. Entonces me costó mucho trabajo comprender cosas que un niño que habla español las comprende rapidísimo. Ese tipo de cuestiones nos han pasado a los indígenas y nos cuesta trabajo aprender en forma de otro conocimiento. Es como si llegáramos a las escuelas y tuviéramos que quitarnos nuestra ropa para ponernos otra diferente, la de los maestros, la de la educación oficial, la que nos viene a dar «luz» a la cabeza porque somos tontos.

PP: Sí, es terrible esta concepción en la que se piensa que «tenemos que educarlos».

VC: ¡Ese es el punto! Ese punto es horrible. Y bueno, ahí me ayudó mi necedad (risas).

PP: Sí, claro. Y el hecho de que tú irrumpas con tu texto y con tu trabajo, en un ámbito académico, donde se escribe en español o donde se escribe en inglés, es una forma de decir que eso también cuenta y también se puede contar en esa lengua.

VC: Sí, los idiomas nos permiten tener identidad, una vida, una presencia y una opinión.

PP: Sí, son formas de comprender el mundo.

VC: Totalmente.

PP: Pues, muchísimas gracias, Víctor. Te agradezco mucho.

VC: Por nada, qué agradable. Hace mucho que no daba entrevistas y vino a refrescar mi mente (risas).

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Víctor Cata (Juchitán, 1973) es escritor, traductor, historiador por la UNAM y especialista en Lingüística Indoamericana por el Centro de Investigaciones en Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Ha publicado los libros: Libana. Discursos ceremoniales de los zapotecos (2012), El cuerpo humano (2014) y ha traducido numerosos relatos, poemas, documentales y fábulas al zapoteco. Su actividad editorial, crítica y creativa refleja la vida cotidiana de los muxes y promueve la conservación, difusión y revaloración de la cultura y la lengua zapoteca —Diidxazá— del Istmo de Tehuantepec, por lo que en 2015 recibió la medalla “Andrés Henestrosa” otorgada por el Congreso Estatal de Oaxaca.

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