El desprecio al amor

Las más de las veces, cuando el hombre ama a una mujer
es porque no tiene otra a quien amar.

ENRIQUE JARDIEL PONCELA

El amor es la destrucción continua de un mundo. El que piensa que su mundo se salva a causa del amor ha errado enfáticamente. En vista de que el amor muere en manos de los poetas que labran constantemente epitafios memorables, nosotros construimos, reforzamos, con base a experiencias, modelos en los que se vierten interpretaciones, anhelos, esperanzas, desilusiones, y también, por qué no, definiciones. Nada nos ha hecho creer que el amor tiene vida per se. Hemos fracasado queriendo comprender el amor que, imaginativamente, alimenta una voluntad violenta e incomprensible, aquella que se lanza a actuar inconscientemente y comete mayores males que bienes. Pero esto es lo que hemos aprendido en vida, con amigos y compañeros, acompañantes. Ellos nos han enseñado que no hay nada tan perfecto como vivir para uno mismo. La refutación ante esta premisa y opinión imprecisa es que «el amor es la destrucción continua de un mundo». Se logra ver desde ahora cuál es nuestro motivo y razón que nos conduce a definir el amor. ¡Oh, amor, incólume, precioso y hermoso!

«A grandes males, grandes remedios»: el conocido refrán nos anticipa a una solución momentánea de las cosas. En nombre del amor buscamos esclarecer la vía en la que transita hasta convertirse en un trueno distante, irrefutable, inolvidable; si se nos permite tal expresión. Aunque una cosa es hablar de recuerdos otra es tratar de explicarlos. Hasta ahora nadie puede hablar sobre sus recuerdos más impropios, esos que no deberían ser parte de uno, aquellos que menospreciamos. Cosa curiosa que un recuerdo pase a ser un trauma. La niñez, esa etapa inolvidable y menos investigada por ojos externos, ¡cuánta comprensión nos otorgaría si rascáramos en ella motivos, fundamentos para una vida feliz e insuperable! Pero, la niñez ha pasado, llega la madurez: el no-retorno triunfa indudablemente. Hay que encarar indiscutiblemente nuestro desarrollo. ¿Acaso no es contradictorio dejar de ser lo que uno en principio era? Todo, sin embargo, vuelve a recaer en uno. ¿Cómo enfrentar la niñez y la inocencia perdida ahora que los conocimientos, y más que conocimientos, prejuicios, dominan gran parte de nuestra percepción de la vida diaria? Decimos que comprendemos, pero no entendemos; decimos que actuamos, pero no tenemos voluntad; decimos que hay que cambiar, pero no somos diferentes.

Es el egoísmo rey nuestro. Creemos en nuestra capacidad receptora, motora, psicológica, quiero decir, creemos en algo, sin decir cómo están relacionados todos estas creencias con nosotros. Construimos un mundo: mi vida es un mundo. Poncela dice: «Donde hay vida hay misterio.» No definimos el ego, más bien lo describimos: soy esto y aquello, la labor que realizo me define en tanto que absorbe la mayoría de mi tiempo, pero es el tiempo el que constituye la posibilidad para definirme. Hoy soy un niño, mañana un adulto, pasado mañana un muerto. Nada puede aniquilar mi tiempo. Como mundo procuro mi tiempo, mi espacio único, mi hábitat, me relaciono directamente con el tiempo cuando percibo un final. A los ojos de mi prójimo soy inaccesible. Simple misterio que recorre la vida sin develarse jamás.

El amor se comprende como nada. La nada sujeta al destiempo, es decir, fuera de los límites de la definición puede aniquilar la temporalidad. Por esta razón se logra decir que el amor está en todas partes y en ninguna. Si el amor se sujetara a una definición caería en una temporalidad precisa. El amor como actividad es indefinible y toda actividad es continua. No se trata de decir “corro” mientras que a paso veloz voy de un lugar a otro en línea recta. Una actividad no tiene un motivo. El mundo gira y gira, y no hay motor que lo haga girar continuamente, su movimiento es sempiterno. La actividad del mundo está exenta de motivación. El amor como actividad está libre de motivación. No es necesario curar las heridas del alma para amar nuevamente. El amor aniquila la temporalidad, eje en el que se mueve el ego. La comprensión del ego invita a reflexionar siempre en los límites de la temporalidad. Ayer podía amar porque era ingenuo y puro y hoy es imposible pensar el amor en mí. ¿Cómo es posible que el ego ubique el momento exacto cuando amó si el amor es intemporal? Solamente podría ser posible ubicar al amor desde recuerdos inexactos, imprecisos, intemporales. Al decir que mi madre me amó la temporalidad se ve desplazada por el recuerdo. Momentos nada más los que construyo en mi mente con ayuda de los recuerdos, pero no pueden ser ubicados en un tiempo preciso.

Soy mi mundo y yo constituyo mi mundo. No solamente soy recordado, sino que puedo recordarme, alterarme en estos recuerdos, divagar sobre ellos, fantasear en ellos. Pero al recordarme no puedo hacerlo conjuntamente con otro. El recuerdo de mi perro no sería posible si no lo imaginase desde mí mismo. Todo parte de mí. ¿Cómo logra el amor la ruptura de la temporalidad si todo recuerdo parte de mí? No se podría ubicar el amor en un recuerdo preciso en tanto que todo parte de mí. Este partir de mí ya indica una imagen precisa dentro de un recuerdo. No hay imagen precisa para referirnos al amor. En este sentido el amor destruye el mundo, es decir, uno mismo se ve sometido a la intemporalidad. No podría ubicar en el tiempo en qué momento amé. El amor altera, aniquila, destruye el mundo al que estoy sometido, esto es la destrucción de mí mismo. Quiero abrazar al otro, asirlo, exaltarlo, defenderlo, ser. Anulo mi ego en pro de otro. Destruyo mi ego mientras el otro es lo que yo soy: intemporalidad. San Pablo defiende la idea de una destrucción continua cuando escribe: «El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.» Anulación del ego, destrucción de un yo que es un mundo. Por esta razón se logra amar nuevamente. El final es comienzo de algo nuevo. La noche anuncia un nuevo amanecer. El amor nunca muere.

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Autor: Víctor Hugo Espino Hernández. Licenciado en Filosofía por la UNAM. Ha publicado en el número 11  y 12 de «La sirena varada, revista literaria»; en la revista electrónica “Symposium”, “Acido para llevar”, “La barca de los locos”, “Perígrafo”, “Seattle escribe” y en el “Periódico lúdico de transgresión académica” que nació en la FFyL. Tiene aforismos publicados en un compendio intitulado: “I Concurso internacional de aforismos Encarnación Sánchez Arenas” editado en España por Playa de Akaba.   

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