Día de muertos: De difuntos y sus canciones

Esta tierra de panteones

De dolientes se ha llenado

Sobre las tumbas, hay flores

Que son ofrenda de los muertos

Y de los vivos, canciones

En el centro hay un ramo de flores recién cortadas. El aire que acaricia los pequeños pétalos amarillos trae consigo aroma de incienso, calabaza y pan caliente. Sal, agua, una cruz grande de madera, todo acomodado entre las pequeñas llamas de las veladoras de colores que alumbran el altar. Algunas gotas de cera caliente se funden entre las graciosas formas del papel picado. Los rostros nos observan fijamente a través del cristal de los retratos; miradas intercambiadas de uno y otro lado. Ya todos están sentados a la mesa. Entre vapores de nostalgia y chocolate caliente el ambiente se va llenando de historias y de risas y de canciones. Una lágrima, dulce como calaverita de azúcar, se resbala por los recuerdos. En esta noche de Día de Muertos, la vida y la muerte al fin han venido a cenar juntas.

En México, la idea de la muerte es tan grande e importante que durante dos días consecutivos todo el país se detiene para rendirle homenaje a todos aquellos difuntos que viven resguardados por la memoria. El primero y segundo de noviembre las catrinas salen a bailar en compañía de calaveras con sombrero mientras que en las iglesias se escuchan las cíclicas oraciones y súplicas que figuras enlutadas murmuran ante los altares. Se regalan calaveritas de azucar con el nombre del ser querido y en las escuelas los niños escriben poemas en donde «la huesuda» se lleva a sus maestros. Risas y lamentos convergen en los panteones, porque ésa es justo la esencia de estos días, el momento justo en el que las diferencias insalvables se diluyen y los polos opuestos se aproximan.

Pero esta convivencia entre la muerte y la vida es algo que va más allá de la emblemática fiesta de los fieles difuntos. La muerte es y ha sido durante siglos una presencia imborrable dentro del imaginario colectivo de toda una sociedad. Esto no sólo se ve reflejado en la incontable cantidad de historias de apariciones, fantasmas, catrinas, lloronas y charros negros que abundan en cada rincón del país, sino que se trasluce en la idea misma de la muerte como una entidad implacable e irremediable que ha seducido desde hace mucho tiempo la mente de los mexicanos.

La canción popular es uno de esos lugares en donde es posible observar claramente cómo la muerte ha pasado a ocupar un lugar privilegiado dentro de la idiosincrasia mexicana. Desde los corridos fronterizos del norte del país hasta los míticos sones de Oaxaca, las letras escritas por la gente nos muestran que la muerte puede ser, al mismo tiempo, recipiente de cariño, miedo, respeto y misterio que se hace presente en cada verso del cancionero popular.


No me llores, no, no me llores, no

Porque si lloras yo peno

En cambio si tú me cantas

Yo siempre vivo, yo nunca muero

«La Martiniana»


Mientras que en algunas letras la muerte trae consigo un aura de fatalidad que provoca dolor y separación, en otras tantas es una presencia que implica ilusión y reencuentro. Constantemente se nos muestra como el vínculo a través del cual los seres amados van buscándose del uno al otro plano de la existencia, llegando a ser ésta la única mediadora que posibilita la cercanía entre dos seres humanos.


Cuentan que el mismo cielo

Se estremecía al oír su llanto

Cómo lloro por ella

Que hasta en su muerte

La fue llamando

«Cucurrucucú»


En mucha de la música del sur del país, la muerte se concibe desde una categoría mítica. La figura de una calavera que va sesgando vidas se esfuma para dejar paso a una presencia misteriosa que camina diariamente entre la gente. Esta proximidad casi íntima hace que se niegue rotundamente el miedo a la muerte; en ese momento, se transforma en una entidad agridulce, casi humana, que cobija, que resguarda y que es vista como un pañuelo en donde consolar las penas.

En el norte del país, una de las regiones con los índices de violencia más altos, la muerte tiene una significación completamente diferente. En este caso, la muerte ya no es un ente superior que vela por los seres humanos, ahora es una especie de rival a la que se debe de enfrentar día con día y que, cuando al fin se pierde la batalla contra ella, es recibida con orgullo y con la frente en alto, con la certeza de que algún día sera ella la que deberá perder en el juego.


Al cabo que si me matan no me entierren en sagrado, 

entiérrenme en cualquier monte, donde me trie el ganado

con una pata de fuera y un borrego dibujado, 

con un letrero que diga: «aquí murió un importado», 

no murió de calentura ni de dolor de costado,

murió de un dolor de muela, que hizo su pistola a un lado

«El Huitlacoche»


Pero, sin lugar a dudas, una de las caracterizaciones más interesantes que se tiene en México es la de la muerte como la materialización de la más grande sátira. Una burla sobre sí misma, una carcajada sobre la vida del hombre, la total banalización de la figura de una calaca que baila jacarandosa entre la gente. Las calaveras de Posada hechas canción. Así, la muerte sale a la luz del día con su vestido de flores, bailando y cantando, entrando en la vida social y política del país, «no dejando títere sin cabeza».

De esta forma es como trasciende en México esa imagen de la dama de negro. Aquí le han cambiado la vestimenta y ahora luce vestidos multicolores, contradictoriamente llenos de vida.

Estos días de muertos son de sentimientos encontrados. El susurro de la memoria nos infunde las sensaciones más contrarias, presas de la nostalgia por los que se han ido y  del gozo por la constante afirmación de sabernos vivos. Pero por esta noche todos estamos sentados a la mesa, los que se van y los que se quedan, así que partamos ya ese pan de muerto y detengámonos juntos a brindar por el tiempo que nos queda.

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