Hoy cumplo dos meses encerrado en esta prisión por haber matado a quien fue mi gran amigo.
Aún al día de hoy la gente sigue sin entender por qué lo hice si lo quería tanto y menos entienden cuando les digo que aún lo quiero, fue mi único y gran amigo, pero decirles los motivos que me llevaron a hacer lo que hice no es algo que le contaría a nadie por respeto a su memoria; sin embargo, tengo que desahogarme aunque sea por escrito. Al terminar quemaré este documento y continuaré con mi sentencia en silencio, como hasta hoy.
Todo comenzó hace diez años cuando salimos de la universidad. Nuestra amistad sufrió un cambio cuando yo entré a trabajar en una empresa de publicidad. Él tocó varias puertas y ninguna se le abrió; yo mismo intenté colocarlo en donde entré pero no fue posible, no había vacantes y cuando la hubo y fue a entrevista, no se quedó. No supe por qué.
Poco a poco, su desesperación hizo presa de él hasta que un día me avisó que sería taxista. Un compañero de la universidad tenía varios taxis y buscaba choferes para estos, no le pagaría mucho pero por lo menos ya tenía trabajo. Me pareció bien, ya que era el único apoyo de su madre y eso les daría un respiro económico.
Pero no lo veía feliz. Cuando salíamos a algún bar, de una u otra forma, me hacía saber que se sentía frustrado y no solo por no poder ejercer como mercadólogo sino porque en el amor tampoco le iba bien. Las pocas parejas que había tenido, se alejaban de él, casi sin motivo al poco tiempo de iniciar la relación. Yo no sabía qué decirle ni cómo consolarlo. Era muy inteligente como para escuchar palabras repetitivas que uno cree que son de aliento pero en realidad esconden un “no sé qué decir” implícito, así que sólo me limitaba a escucharlo.
Conforme pasaba el tiempo, su desesperación iba en aumento, en especial por la falta de una pareja estable, por lo que comenzó a frecuentar clubes nocturnos, se metía a chats de citas e incluso estaba en varios grupos de redes sociales con la esperanza de conocer en uno de ellos al amor de su vida. Poco a poco, gracias a la combinación de mi trabajo que me tenía muy ocupado y a su obsesión por conseguir pareja nos alejamos, hasta que un día, meses después me envió un mensaje que sin un saludo decía: «mi madre acaba de morir.”
No le contesté nada. Me quité la pijama, me puse un traje oscuro y fui hacia su casa. Ahí estaba él con sus familiares y en el centro de la sala el ataúd de doña Luisita, como la conocíamos todos. Lo abracé y se soltó a llorar en mi hombro; me di cuenta que no había llorado desde que se enteró del fallecimiento de su madre, quizá porque ya esperaban pronto su muerte: el enfisema pulmonar merma lentamente la salud de las personas hasta que las reduce a nada. Eso fue lo que ocurrió con doña Luisita, pues fumó durante cuarenta largos años. Cuando el doctor le prohibió el cigarro, sus pulmones eran lo más parecido a dos trozos de carbón. Ya sólo quedaba esperar el momento de su partida y ese momento llegó por la mañana mientras llovía, justo como a ella le gustaba.
El entierro, al otro día, fue muy solemne. Mi amigo, de quien no diré el nombre, ya estaba más tranquilo aunque en su mirada se lograba ver la depresión. Me preocupaba un poco que fuera a caer por lo que le hablaba lo más seguido que podía y que él me permitía, también por su trabajo, pues no le gustaba hablar por teléfono mientras manejaba.
Pero lejos de caer, un día me habló para contarme que había conseguido dinero (no me dijo de dónde lo había sacado, ni yo le quise preguntar) y con eso había puesto un pequeño negocio de publicidad. En poco tiempo creció como la espuma y jamás volvió a preocuparse por falta de dinero. Su recompensa por todo lo que había pasado no venía sola; cerca de donde tenía su oficina conoció a una mujer hermosa, con quien se casó al año de noviazgo. Diez meses después tuvieron a Fanny, una hermosa niña, que cada vez se parecía más a su madre con esos ojos negros y labios rojos que simulaban el mejor labial color carmín. Definitivamente ella y su madre eran la adoración de mi amigo. Vivía por y para ellas; era muy evidente que era bien correspondido.
Mi amigo era feliz y yo lo era con él también; aunque algo había cambiado en él y no lograba identificar bien qué era, además de que su mirada a veces era un tanto dispersa. Algo había en él que no me gustaba nada. Por prudencia nunca se lo dije.
El tiempo pasó y su situación económica cada vez era mejor. Cuando salíamos no dejaba que yo pagara nada. Había cambiado de auto no sé cuántas veces. El cambio era siempre por otro del año, y el siguiente más costoso que el anterior, pero a él ya no lo veía feliz. Lo sentía un tanto amargado, irascible y a veces iracundo. Parecía que todo y todos lo ponían de malas con mucha facilidad; aunque casi enseguida volvía a estar bien, como si nada hubiera ocurrido.
Seis años después de que cambió su suerte (ahora que lo pienso y hago cuentas fueron seis años, seis meses y seis días desde el día que me contó que recibió el dinero) me habló por teléfono. Estaba muy alterado. Nos vimos en un bar y ahí me contó la historia más extraña que había escuchado y que, de no ser él quien la contaba, yo no la hubiese creído.
Cuando llegó al bar, por unos segundos lo desconocí. Parecía mucho más viejo de lo que en realidad era, tuve que entrecerrar los ojos para reconocerlo. Sus manos temblaban y la boca se le veía bastante seca, por más que se pasaba la lengua por los labios no había forma que se humectaran. Pidió una copa de ron, el cual se acabó de un trago, como agua. Después pidió dos más que tomó de la misma manera. Todo esto antes de hablar, como si quisiera agarrar valor.
—Hice algo muy malo— noté que se le dificultó pronunciar la frase.
No dije nada, lo dejé hablar a su ritmo, con las pausas a que sus nervios le obligaban:
—Hace seis años, cuando mi madre murió, yo estuve a punto de quitarme la vida, no tenía por qué vivir ya. —no le dije, pero en ese tiempo ese era mi temor—. Entonces, me di a la tarea de buscar métodos eficaces pero indoloros. Encontré desde pastillas, cianuro, distintos tipos de nudos para colgarme de alguna viga. Poco a poco la investigación me fue llevando a otras páginas; leí algunos casos de gente que no salió bien librada de sus intentos de suicidio y que quedaron inválidos o con daños irreversibles. Eso para serte honesto me quitó las ganas de intentarlo, pero mi realidad ahí seguía y yo ya no la quería. Mi búsqueda cambió de rumbo; ahora buscaba cómo cambiar mi vida y mi suerte, como fuera, a cualquier precio, ya no me importaba. Y la encontré. En una página esotérica: el fondo era negro y a las orillas tenía algunos símbolos, de los cuales no sé el nombre pero estoy seguro que se usan en la magia negra. Al centro se veía una cara cuya imagen no puedo describir y no porque no la recuerde sino porque me ha perseguido en mis sueños durante todos estos años. Sobre la imagen se leía un texto que justo decía lo que yo quería leer: “Dinero, amor, éxito… lo que quieras, sólo aquí. Da click en el siguiente botón y no volverás a padecer ninguna carencia.”
—Y lo hiciste— lo mío no era ninguna pregunta sino la confirmación de lo que suponía.
—Sí, lo hice y en realidad no fue tan tétrico como yo pensé. Se abrió un documento, el cual leí con mucho detenimiento. Era un acuerdo donde las primeras cinco páginas se referían a las ventajas de participar en él. Venía lo que yo quería, una mujer con quien formar una familia, desarrollarme en mi carrera, ser empresario y muchas cosas más que ya no recuerdo pero me interesaba obtener. Continué leyendo, las siguientes tres páginas, estaban dedicadas a lo que no tenía que hacer en caso de aceptar el acuerdo.
—¿Cómo qué cosas?— a esas alturas sentí más curiosidad que temor.
—No podía entrar a una iglesia y menos darle ningún sacramento a los hijos que llegara a tener, tampoco debía dar caridad a nadie, por mucho dinero que yo tuviese o por muy necesitada que viese a la persona, no podía dar alojamiento en mi casa a nadie, bajo ninguna circunstancia, no debía hacer ningún regalo en fechas religiosas, como en Navidad e incluso en Año Nuevo. Debía gastar siempre todo mi dinero en cosas materiales.
—Noté que cambiabas de auto muy seguido. ¿Qué hacías con los que ya no ocupabas si no podías obsequiarlos?
—Los chocaba para que se perdieran.
—¿Entonces a cambio de todo eso fue como obtuviste todo lo que tienes ahora?
—Ojalá así hubiera sido pero no. Esas sólo eran las cláusulas que debía cumplir para seguir obteniendo los beneficios. Lo que me pidió a cambio fue algo terrible —no pude articular la pregunta, supongo que a esas alturas ya no la quería saber, pero era algo que no se iba a guardar. No después de haber llegado hasta este punto—. Tuve que hacer un ritual con mi sangre y la de un gato negro, es algo que no quisiera volver a vivir. La habitación, el sótano de mi casa, era muy oscura. Jamás la había visto iluminada tan solo por velas negras con un pentagrama en medio. Mientras decía las palabras que con mucho trabajo lograba leer en una hoja blanca, comencé a escuchar ruidos, como murmullos, a veces desde el piso y en ocasiones los oía muy cerca de mí, como si estuvieran en mi nuca. Por momentos me pareció escuchar como una respiración, estaba aterrado pero ya no podía parar; me llegaban los recuerdos de mi pobreza y eran como un motor que me hacía no claudicar.
Los murmullos se fueron transformando en algo parecido a rezos, fue muy difícil sacarle la sangre al gato. Como si supiera lo que estaba ocurriendo, se movía desesperadamente. Dos veces me mordió y me enterró sus filosas garras para escapar, no sé si de mis manos o de ese ambiente. Por fin lo logré. Su sangre y la mía se fundieron en una sola. En ese momento sentí cómo varias manos me recorrían el cuerpo. El olor era nauseabundo, quería vomitar pero no pude. Frente a mí se prendió el pentagrama como si le hubiese puesto alcohol y un cerrillo encendido. Estoy seguro que dentro de la flama vi el mismo rostro que estaba en la pantalla días antes, pero ese rostro sonreía, con una expresión tétrica, espantosa. Yo sólo quería que todo eso terminara. No me di cuenta en qué momento ni para dónde se fue el gato, jamás lo volví a ver. La parte más difícil o por lo menos eso creí, ya la había pasado. Pero el contrato decía que yo debía hacer algo más al cumplir seis años, seis meses y seis días; todo como agradecimiento por lo que recibiría. El papel no decía que era esto que debía hacer ni yo quería saberlo.
Al poco tiempo conocí a mi esposa y nos enamoramos, fue amor a primera vista. Después vino Fanny quien es, como sabes la luz de mi vida. Mi vida transcurrió bien, cada vez con más propiedades, más dinero, mi empresa cada vez crece más. Las mujeres me buscan, se me insinúan pero no me interesa. Amo a mi esposa y no pienso engañarla con alguien a quien tal vez solo le interesa mi dinero.
—¿Cómo le has hecho con las «prohibiciones» con tu mujer?
—No fue difícil. Le hablé de una religión poco conocida que me prohibía todo lo que ya te conté.
—No entiendo cuál es el problema entonces. Todo parece salirte bien.
—Todo iba bien hasta hace unas semanas. Mi esposa y mi hija se fueron a casa de mis suegros. Yo no fui con ellas por la carga de trabajo que tenía, así que esa tarde al salir del trabajo llegué a casa, puse la televisión y me quedé dormido. Me despertaron unas voces en la sala de la casa; vi la hora, era media noche y ni mi mujer ni mi hija habían llegado. Por un momento llegué a pensar que eran ladrones y salí con precaución de mi habitación, con un bate de béisbol en la mano. Pero todo estaba oscuro, no había nadie. Por un momento las voces cesaron, pero de repente volvieron más fuertes, haciéndome brincar. Sentí que el corazón se me salía del pecho cuando me di cuenta que venían del sótano, aquél que yo había cerrado con cinco candados para evitar que mi familia se acercara a ese lugar. Los cinco candados cerrados estaban frente a mí, en el piso y la puerta completamente abierta. Entendí que eso, lo que fuera con lo que estaba tratando desde hacía seis años, quería que bajara. Así lo hice.
Parecía que no hubiera pasado el tiempo. Todo seguía igual, incluso el olor nauseabundo. Lo único que faltaba en la escena era el gato. No supe qué hacer, no sabía qué hacía en ese lugar. Pensando que había entendido mal, caminé hacia las escaleras para salir pero un portazo me detuvo con brusquedad. Volví a sentir el miedo de hacía seis años, en especial cuando el pentagrama comenzó a arder de nuevo y la cara volvió a emerger de las llamas, pero esta vez no estaba sonriente. Tenía una seriedad o molestia, no lo sabría decir. Esta vez comenzó a hablar con una voz espantosamente tétrica; no parecía de este mundo ni a nada que yo hubiera escuchado. Las manos que antes me habían acariciado, esta vez se habían vuelto tentáculos. Me inmovilizaron para que no fuera a intentar salir. Aunque hubiera querido, la puerta cerrada y mi miedo eran suficientes para no permitirme moverme.
La voz habló, dictó el acuerdo que teníamos pendiente, ¡ese maldito acuerdo! —su voz se quebró pero no lloró; sus ansias por desahogarse eran más grandes. — ¡Matar, tenía que matar a alguien al cumplir exactamente seis años, seis meses, seis días! No importaba a quien ni cómo, solo le tenía que entregar a alguien.
—Pero eso es muy cerca del día de hoy, ¿no es así? —dije con temor a lo que diría.
—¡Es hoy, hoy se cumple la fecha! Como te dije, no importa a quién mate pero tiene o tenía que ser hasta hoy. Tú me conoces, yo jamás he matado a nadie ni es algo que yo pueda hacer. Esto fue lo que me pasó por la mente y como si lo hubiera escuchado me advirtió que esto era el principio ya que, cada cierto tiempo, tenía que repetir esa barbarie y me advirtió dos cosas: que de no hacerlo, él se cobraría con mis seres queridos y que no pensara en suicidarme como hacía tiempo ya que no me permitiría que yo me hiciera daño.
—¿Y qué piensas hacer entonces?
—Qué hice, querrás decir.
—¿¡Lo hiciste!?
—Hoy temprano me levanté pensando en que hoy era el día. No fui a trabajar pero tampoco me quise quedar en casa. Salí en la camioneta a dar vueltas, manejé sin rumbo. Así, durante horas hasta que pasando por una calle bastante solitaria o por lo menos así creí verla (mi mente tampoco estaba bien) atravesé una pequeña avenida y escuché un ruido en el radio. Eran esos murmullos. Los vidrios se empañaron y en el retrovisor vi una cara: era él otra vez. No supe por qué lo hice pero manejé hacia atrás, en reversa y sentí el golpe, la camioneta golpeó con algo, no pude poner freno y sentí cómo pasaba por encima de él, era un cuerpo, lo sé. No escuché ningún ruido ni quejido alguno ya que los murmullos no me dejaban escuchar nada de afuera. No tuve el valor de bajarme del vehículo, supuse que así era mejor. Lo único que me tranquiliza es que no fui yo quien controlaba en ese momento la camioneta, por lo que no se puede decir que yo lo hice, que yo maté a una persona o un animal —yo estaba impresionado, no sabía qué decir ni qué pensar—. Al irme volví a pasar sobre el cuerpo. Es una de las peores sensaciones que puede haber.
Su teléfono celular había estado sonando casi desde que llegó pero él no tenía ninguna intención de contestar, ni siquiera veía quién llamaba. Al terminar su relato volvió a sonar su teléfono y al ver que lo miraba con curiosidad me explicó.
—Es mi esposa. No he ido a casa desde la mañana, pero no le podía dar la cara así como estaba, sin embargo ya me siento mejor. Más tranquilo.
—Aunque hayas matado a un desconocido, por lo que dices, esto se va a tener que repetir. ¿Cómo le harás con eso?
—Mientras ocurra como esta vez creo que lo podré sobrellevar. No podría volver a vivir con carencias, no quiero que mi familia conozca ese tipo de vida. Vivo solo para ellas; espero no me juzgues, tú conociste cómo vivía y lo mal que la pasé sin trabajo ni dinero.
—Tranquilo amigo—, lo abracé sin saber si de verdad lo entendía pero llegué a la conclusión que por amor a su familia un hombre puede hacer hasta lo indecible.
Me agradeció haberlo escuchado sin juzgarlo, nos despedimos con un apretón de manos y con la promesa de vernos muy pronto. Él se quedó en el bar para ir al sanitario, no quiso que lo esperara. Yo me fui a mi carro, pero al arrancar sonó mi teléfono. Estuve a punto de ignorar la llamada ya que no tenía registrado el número, pero pudo más la curiosidad, por lo que me estacioné a una calle del bar para poder contestar.
En ese momento, vi que mi amigo salió del bar pero no se subió a su vehículo sino que comenzó a caminar, supongo que para terminar de despejarse. Mientras lo veía caminar, fue raro descubrir que al otro lado de la línea estaba su esposa. con lágrimas me preguntó por mi amigo ya que no le contestaba las llamadas. Cuando le iba a decir que ya iba para allá me interrumpió para decirme entre sollozos que algunas horas después que él salió de la casa, ella fue con la niña a la tienda de donde se le escapó para ir detrás de un globo y un maldito la atropelló y no conforme con eso, según testigos, se aseguró de que muriera pasándole la camioneta por encima de su cuerpecito, yéndose de ahí sin ningún remordimiento ni siquiera para auxiliar a su pequeña. Todo esto no se lo había podido decir a él y lo más grave es que no sabía cómo lo tomaría.
Yo no sabía qué hacer, no le dije que había estado con él, le di mi pésame y colgué pensando en mi amigo.
Aunque pareciera raro, en algún momento sentí empatía y hasta cierto punto llegué a entender lo que hizo… pero ahora yo sé qué esto él no lo soportaría ya que la noticia no era sólo la muerte de su hija, sino saber que él lo había hecho. No, no podía recibir esa noticia. No lo pensé más, arranqué mi carro y lo alcancé, no toqué el claxon, cuando estaba cerca de él subí la velocidad y lo arrollé con tal fuerza que su cabeza se partió en dos contra la pared. No había forma que estuviera vivo.
Me fui a mi casa sin darme cuenta hacía cuánto tiempo llevaba llorando. Creí que nadie me había visto pero no fue así, al parecer hubo un testigo que fue quien me reconoció y gracias a él estoy en este lugar. No he dicho a nadie por qué lo hice y jamás lo haré por respeto a él pero hay algo que me preocupa más que cualquier cosa: haber interferido con un acuerdo como ese. Ayer cuando me levanté al orinal, a media noche comencé a escuchar murmullos y algo parecido a varios tentáculos me acariciaron suavemente la nuca.
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