«Las noches de amor tienen que terminar
Una gran felicidad toma su lugar
Los problemas y penas se alejan
Felicidad, felicidad hasta morir»
Édith Piaf
Fue un once de octubre. En la memoria se quedaría impresa aquella tarde gris de vientos otoñales que arrastraban las hojas secas por el suelo. La abrumadora noticia corrió por la radio, por el periódico, de boca en boca. Las calles parisinas se volvieron caudalosos ríos de gente. El tráfico detenido. Todas las voces calladas. Hay quien afirma que desde los días de la Segunda Guerra Mundial ningún acontecimiento había paralizado de tal manera el corazón de Francia. Rumbo al cementerio de Père Lachaise, más de cuarenta mil personas peregrinaban alrededor de un pequeño féretro. El gorrión no cantaría más. La nota final de “La vie en rose” se apagaba en el susurro del aire entre las ramas desnudas. El dolor de toda una vida culminaba en la última escena de la tragedia. Édith Piaf había muerto.
La vida de Édith Giovanna Gassion inició con la misma desventura con la que terminaría 47 años después al sucumbir víctima del cáncer. Su primera luz, casi poéticamente, la vio la noche del 19 de diciembre de 1915, cuando su madre la trajo al mundo de forma abrupta bajo una farola de la calle Belleville en París. Una posición económica desoladora, un padre combatiendo al frente del ejército francés y una madre ausente llevaron a la pequeña Édith a los brazos de una abuela que, a falta de leche, amamantó a la recién nacida con vino rebajado en agua. La marca de la desgracia estaba impresa en cada rincón al que se buscaba refugiar al pequeño gorrión indefenso.
Los primeros años de vida los pasó jugando entre los sillones y alfombras del prostíbulo que su abuela se encargaba de administrar, siendo criada por las prostitutas que trabajaban ahí entre vapores calientes, mezcla de perfume y humo de tabaco.
Tras el regreso de su padre de la guerra y con escasos años de edad, partió con él en una azarosa búsqueda de fortuna aspirando a tomar un puesto entre los artistas del espectáculo del circo itinerante. Algún tiempo después, al haber sido relegados de la troup en donde se presentaban, Édith se vio forzada a comenzar a cantar en medio del barullo de las calles sin mayor acompañamiento que el que podía ofrecerle la voz de su padre, todo con el simple afán de conseguir alguna moneda que prolongara un día más la vida en la miseria propia de dos artistas ambulantes.
Cuál habrá sido la sorpresa de los transeúntes cuando, caminando por las calles de París, escucharon por primera vez el mítico vibrato de aquella aterciopelada voz que unos años más tarde le valdrían a esa peculiar muchacha de catorce años el sobrenombre de «Piaf». Los meses pasaron y la ciudad cayo enamorada del canto joven gorrión urbano que volaba de banqueta en banqueta entonando notas color de rosa. Hasta que un par de años después, de nuevo la desgracia en ciernes. El adolorido canto de un gorrión, justo eso fue lo que resonó por aquellos días en los desgastados muros de las calles francesas cuando un mal día Édith sufrió la muerte de Marcelle, la única hija que habría de tener en toda su vida. Su amada hija de dos años muerta por meningitis.
La fama conseguida en las aceras le valió lo suficiente como para firmar un contrato y grabar su primer disco en 1936; sin embargo, tras el asesinato del dueño del cabaret en el que cantaba y al haber vinculado al local con ciertos personajes de los bajos fondos de la ciudad, la reputación de la cantante cayó en picada.
Pero su regreso a los escenarios no se hizo esperar. Al poco tiempo logró conseguir un número en el teatro abc de París presentándose como una cantante de music-hall, un género musical que retomaba baile y comedia a partir de las canciones populares francesas que se cantaban en las calles. Su éxito fue avasallador. La voz de la mujer de rostro pálido, sonrisa ancha, mirada soñadora y vestido negro, cautivó al público francés a tal grado que en cuestión de unos cuantos años llegó a presentarse en cada una de las más importantes salas de concierto en Francia.
La figura de Édith Piaf se conformó como la voz femenina más importante de su país, llegando a ser toda una celebridad en la década de los cuarenta. Pero su imagen llegó a repercutir más allá de cualquier escenario. Durante la ocupación alemana en territorio francés, la cantante se volvió la bandera de la resistencia nacional. En cada una de sus presentaciones Piaf combatía a los alemanes desde arriba del entarimado, detonando canciones que en su sentido velado hacían un llamamiento a la unidad francesa. Ella misma ayudó a escapar a prisioneros de las cárceles y a refugiar judíos que huían prófugos del holocausto. Su música fue el pañuelo que secó las lagrimas de una de las épocas más infaustas de la capital francesa. Pero sin lugar a dudas su más grande obsequió llegó con el final de la guerra. En 1945, las cuerdas vocales de Édith le regalaron al mundo una de las canciones más conmovedoras del siglo XX: «La vie en rose», la más cálida caricia después del infierno de una guerra.
Pero al final la sombra que había estado acechándola desde el primer día de su vida terminó alcanzándola. En 1948 un trágico accidente de avión le arrebató a Marcel Cerdan, el gran amor de su vida. Debido a esto, la cantante se vio sumida en una profunda depresión que terminó arrastrándola a una severa adicción a la morfina. Tras constantes intentos de desintoxicación, y cuando por fin parecía estar a punto de rehabilitarse, un grave accidente automovilístico la condenó a seguir dependiendo de la morfina por el resto de sus días. Su salud y su vida se fueron diluyendo poco a poco entre cada dosis de opio hasta que en 1963 su vida se apaga debido al cáncer hepático que había ido desarrollando a lo largo de los años.
¡No! No lamento nada.
Está pagado, barrido, olvidado…
¡No me importa el pasado!Con mis recuerdos
He encendido el fuego,
Mis penas, mis placeres…
¡Ya no los necesito!Fragmento de «Non je ne regrette rien»
Desde aquel día del emblemático entierro que logró congregar a todo París, Édith Piaf ha quedado depositada en el imaginario colectivo como una de las más grandes cantantes francesas de todos los tiempos, no sólo por su capacidad interpretativa y por la expresiva belleza de su voz, sino por haberle regalado al mundo aquella sincera sonrisa que sólo puede otorgar aquel que en algún momento lo ha perdido todo. El canto de ese gorrión vestido de negro aun nos recuerda el día de hoy, a 55 años de su muerte, que una sola voz bastó para estallar el oscuro abismo y pintar la realidad del más hermoso color de rosa.