Fotografías por Diana Márquez
«Y, sin embargo, la música javanesa se basa
Claude Debussy
en un tipo de contrapunto en comparación
con el cual el de Palestrina es un juego de niños.
Y si escuchamos el encanto de su percusión
despojados de nuestros prejuicios europeos,
debemos confesar que la nuestra asemeja
ruidos primitivos en una feria de aldea.»
Desde el inicio de la historia de la música occidental, ésta ha sido vista a partir de dos perspectivas antagónicas: la académica y la popular. Ambos términos poseen per se todo un conjunto de implicaciones ideológicas, sociales y culturales que se denuestan o se enaltecen “según quién pregunte”.
Los registros más antiguos que aún se conservan de las primeras tradiciones musicales europeas nos muestran cómo desde el medioevo ya existía un cisma dentro de la labor compositiva. Trovadores, troveros, minessinger, compositores de convento y músicos de corte, cada uno con un estilo y tradición que partía desde un esquema musical que respondía a las necesidades de un sector específico de la población. Durante los siglos posteriores, esta tendencia se mantuvo y poco a poco se fue polarizando hasta que se originó también una etiqueta diferente para los compositores del pueblo y otra para aquellos que componían sirviendo al interés de los aristócratas de las salas reales.
Mientras que la escuela compositiva occidental buscó instaurar un sistema delimitado capaz de preservar la costumbre desde la armonía y el contrapunto fijado durante los siglos XVI y XVII, la música popular se consolidó como un vehículo de comunicación social, en el que las piezas eran más simples en pos de una mayor cantidad de música que se transmitía de boca en boca, fácil de memorizar y con temática cotidiana. En estas canciones se hablaba acerca del día a día de la gente común y corriente, misma que se escuchaba en voz de músicos callejeros y que, tras tararearla una y otra vez, se aprendía y posteriormente se cantaba, propagándose así por una gran cantidad de personas.
La evolución natural de la música ha provocado el cambio de estas primeras vertientes, y a lo largo de los siglos estos dos polos opuestos han tenido puntos más cercanos y más lejanos dependiendo de la época, tradición y estilo; pero no fue sino hasta el siglo XX cuando la barrera que marcaba una diferencia entre la calle y la sala de conciertos terminó por derrumbarse.
Desde entonces mucha de la música que se ha compuesto se ha vuelto cada vez más difícil de clasificar dentro de un estilo, corriente o forma en concreto. Esto puede deberse a que durante el último siglo la labor compositiva ha pasado por un proceso de cambio y apertura en el que se ha esforzado cada vez más en encontrar nuevos lenguajes y formas de expresión, lo que ha llevado a un constante replanteamiento de las cuestiones genéricas, y no sólo eso, sino que poco a poco es más frecuente encontrar músicos que han buscado difuminar la línea que delimita ambas perspectivas y crear formas híbridas en las que se puedan fundir ambas concepciones de lo que es la música.
Pero la superación de estas barreras en los géneros ha llegado mucho más allá. El hecho mismo de la música como fenómeno cultural ha cambiado de paradigma. En el Carnegie Hall de Nueva York, Gilberto Santa Rosa toca salsa y en el transporte público un tenor canta el Nessun Dorma de Puccini. Las salas de conciertos han abierto sus puertas a todos los géneros, a toda la gente, y las esquinas de las calles albergan la posibilidad de transformarse en un recinto musical emergente en donde se puede escuchar desde un son huasteco hasta una sonata para violín del siglo XVIII.
Los estereotipos y prejuicios han comenzado a fragmentarse desde ambos lados y los límites del gusto cada vez son más flexibles. Pero la duda persiste: ¿existe una frontera perpetua que a pesar de todo seguirá distinguiendo ambos paradigmas? Y ¿a qué deviene todo este cambio en la visión que se tiene de la música?
Seguiremos profundizando más sobre estas cuestiones en próximas entradas.