Después de terminadas las tareas diarias del hogar, de doblada la ropa, de cenado el marido, de dormidos los niños, ¿qué queda? La melancolía. El pensamiento triste que se mete por todas las esquinas como el polvo, y por más que se barre, y por más que se limpia, nunca se acaba. Siempre hay una perenne capa que termina sirviendo de protección a los muebles, a las puertas, al comedor y a una misma.
Aline Pettersson es una de las grandes cuentistas mexicanas que se ha perdido a causa de los demasiados libros. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM de manera informal y después se graduó en el Sistema de Universidad Abierto. Fue becaria del Centro de Estudios Mexicanos y de algunas universidades extranjeras. Ganó el premio Gabriela Mistral en 1998.
Su trabajo prolífico y maravilloso ha sido recogido en su mayor parte en ediciones del Fondo de Cultura Económica y Alfaguara. Fue una gran amiga de Josefina Vicens y además su biógrafa y la gran rescatista de su obra. Ha incursionado también en publicaciones de literatura infantil y juvenil y ha sido jurado de varios premios en esta última disciplina.
Su estilo se define por ser una prosa muy personal, muy apegada al cuerpo y a una misma. Su narrativa está siempre cerca de lo cotidiano, de lo íntimo y de los conflictos del día a día, se centra en reflexionar acerca de las estructuras sociales, del amor, de los sueños mediante lo cercano.
Aprovechando que este año es su octogésimo aniversario y el tópico que nos ha ocupado a lo largo de varias semanas, utilizaré su cuento “Las moscas y la leche” para hablar de su preocupación por la libertad.
El spleen baudeleriano es el protagonista de esta pequeña obra, la melancolía perpetua, el desgano y el hastío insufrible construidos mediante la sinestesia, la síntesis de todos los sentidos, son los ingredientes de esta receta. ¿Cuál es la forma de salir de ella? ¿Qué hacer para encontrar un halo de luz que ilumine el camino indicado, ese que se abre entre los árboles, ese camino en medio del mar?
El deseo de la libertad y la compañía sincera se vuelven entonces los móviles para encontrar la escapatoria, y la cocina se convierte en un lugar para hallar metáforas de la huida, de la ebullición. Nos encontramos de nuevo con el tema propuesto por Rosario Castellanos: la cocina como una cárcel sin barrotes. Tanto en Petterson como en la escritora comiteca, la cocina es un espacio de tristeza de represión de sentimientos pero a la vez es el lugar desde el donde comenzar a escribir para expresar estos mismos.
Tiempo suspendido, el domingo que nunca se acaba, la densidad del tiempo. No se avanza en nada, ni en la leche, ni en la vida, ni en la relación metaforizada por las dos visitantes y por ello, se envidia el vuelo libre de los insectos. Ellas que pueden escapar, que pueden salir de ese encierro. Son seres que pueden moverse de espacio de acción y de tipo de actividad. Que son libres, no como…
Si la estás viendo, nunca va a hervir. Estar esperando nada, esperar lo que nunca va a pasar y a la vez, que en el inesperado instante estará lista. ¿Así llega la libertad? ¿El tiempo de las moscas y el de la voz narradora se sincronizarán en algún momento? ¿O simplemente estamos frente a la imposibilidad de cambiar la situación?
La cocina no higiénica, al contrario de la impoluta de Castellanos, habla también del aburrimiento, de la no inmaculación y por lo tanto, una transformación de la construcción del ser femenino que ya no está atada a ciertas expectativas ‘limpiad’ pero que sigue siendo prisionera.
Por último lo primero. La brevedad. Sorprende la compresión de tantos sentimientos en tan corta extensión, como una olla de presión esperando a explotar en la lectura, en la interpretación. En los textos melancólicos impera el hastío al llenar el vacío emocional de palabras, sin embargo, Petterson es clara, directa. Aline no necesita de más palabras para explicar algo que ha ido construyendo a lo largo de la metafísica dominical y que es tan recurrente que hasta explicarlo causa cansancio.
Toda la obra de esta increíble narradora está plagada del desencanto, en unos textos más que en otros, de la desesperación y de cierto modo, de la claustrofobia. Sin duda, es una gran recomendación para considerar el canon de la literatura mexicana escrita por mujeres de forma amplia y además, para considerar sus aportaciones literarias no solo al recuperar tópicos de la tradición femenina, sino para proponer un estilo propio, único y libre.
Las moscas volaban juntas y yo les tuve envidia.
Autora: Giselle González Camacho Chiapaneca que a veces escribe. Me interesan las literaturas populares, el origen de las palabras, el trabajo comunitario y la escritura femenina. |