Más allá de la esperanza: entre la oscura raíz del grito y la voluntad de vivir

Para Ileana

Decía Schopenhauer que al final de una buena tragedia la sensación que se tiene es la de que no vale la pena seguir viviendo. Decía Aristóteles que la finalidad de la tragedia es producir horror y conmiseración ante la caída del héroe. Náusea, muerte, destrucción, imposibilidad de restitución… son las palabras que definen la tragedia.

¿Por qué necesitamos tragedias? ¿Qué goce puede extraerse de semejante golpe de realidad, frente al placer del melodrama, donde todo sucede de acuerdo a nuestros sueños?

Tanto la tragedia como el melodrama (como todo el teatro) se ocupan de nuestros deseos más profundos. En ambos géneros el deseo se cumple. En el melodrama, produciéndonos lágrimas de dicha, dejándonos con la sensación de que todo es como debe ser. En la tragedia, el cumplimiento del deseo es desolador: una vez que se ha cumplido, no nos queda más que morir: la peripecia de Edipo, el cambio fundamental de fortuna, es pasar del estado de ignorancia al descubrimiento de la verdad, lo que Edipo ha buscado obsesivamente desde el principio de su vida… la princesa Salomé recibe la cabeza de Jokanaán, el hombre que la ha rechazado, y tiene la absoluta certeza de que posee, de una vez por todas y sin posibilidad de perderlo, al ser amado… la Madre de Bodas de Sangre susurra en la soledad de su viudez que está tranquila, pues por fin todos sus hijos están muertos y descansando, y ya no tiene nada que  temer… Michael Corleone ha saldado todas sus deudas, se ha vengado de  todos sus enemigos y los enemigos de su familia…

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En todos estos ejemplos, el espectador se ve confrontado al cumplimiento de un deseo inconsciente, y es reconocerlo (y su radical incompatibilidad con lo que la moral ha dado por llamar «felicidad») lo que produce terror. Tanto Michael como Edipo se encuentran en la situación de haber saldado todas sus deudas: ningún secreto que los atormente, ningún rencor que no haya tomado forma, que no se haya convertido en acción. Michael ha pagado por sus crímenes con la muerte de su hija, se ha cumplido lo que él mismo anunció al principio de la película: cuando vengan por ti, atacarán donde más te duele. Como la deuda está saldada, ya no hay nada que temer. Todo está hecho… ¿no es uno de los horrores fundamentales de la vida el saber que queda algo todavía por hacer, que los que están a nuestro alrededor saben algo que nosotros no, que en cualquier momento se pondrá en peligro nuestro integridad, o que en cualquier momento cometeremos una acción que nos precipite en la desgracia? ¿No deseamos todos secretamente la muerte del ser amado, la imposibilidad de verlo escapar con otro ser?

En cuanto al melodrama, es la estructura general de la realidad el terreno donde se  cumple el deseo. Es decir, deja de ser realidad para convertirse en un ideal: los buenos les ganan a los malos, hay castigo y recompensa. En la tragedia, todas las acciones tienen consecuencias, más allá del bien y del mal… el castigo y la recompensa son tranquilizadores: las  consecuencias son siempre aterradoras. Estamos en el terreno de las consecuencias sin adjetivos, porque lo real es más allá de toda descripción: la justicia no es ni buena ni mala. Simplemente ES.

Resulta evidente la ventaja ética de la tragedia sobre el melodrama… ¿pero es tan sólo eso lo que nos lleva a disfrutar una obra semejante? ¿El hacernos conscientes del horror del mundo y romper nuestras ilusiones?

En el melodrama se da por supuesto la vigencia de los valores en juego… existen  el amor, la bondad y la maldad, y tenemos la seguridad del triunfo de los valores positivos. En la tragedia, estos valores son puestos en entredicho. El personaje trágico se encuentra en una situación de crisis… los héroes de Eurípides se encuentran en un mundo donde los valores dejan de tener sentido… la democracia y la búsqueda de la arethé, el patriotismo y la tradición no son suficientes para detener los embates de la guerra. La realidad está acechando… y sería fácil sucumbir a la desesperación. Dejar de creer. Romper el hilo que nos une con los dioses. En Salomé la voz del profeta clama en el desierto… ¿qué puede hacer Dios, con su mensaje de amor, en este sitio desolado, donde nadie es capaz de amar a nadie, atado por las exigencias de la carne?

Pero esa voz en el desierto, en medio de la crisis y la desolación, es la que nos regala un placer ético y estético con el que no puede competir el melodrama. Y es que toda verdadera ética y toda verdadera estética son dos caras de la misma moneda. Frente a la imposibilidad de amar, y aunque fracase en eso, Salomé insiste en un amor que vaya más allá de la superficialidad… ella corteja a Jokanaán haciendo referencia a su cuerpo, pero lo que le da significado a ese cuerpo es lo divino que hay en Jokanaán, su deseo de unirse a algo más grande que él; ella lo ama, más allá de sus evidentes razones neuróticas, porque es lo que ninguno de los habitantes de la corrupta corte de Herodes es, porque ve algo más allá. Y para la Antígona de Sófocles es inconcebible la idea de traicionar a su hermano frente a las exigencias prácticas de la democracia. Ella comprende que los símbolos y los ritos son necesarios, pues son ellos los que contienen lo divino. Michael Corleone, cuando asume el mando de su familia, una poderosa familia de la Cossa Nostra, es incapaz de regirse por el principio de «son sólo negocios». Para Michael todo es personal… y aunque eso lo convierte en un desastroso ser humano, en ello reside también su grandeza, ¿pues no es más terrible su bondadoso padre, benévolo y amado por la gente que lo rodea, que mata sin sentir nada siguiendo un código? Michael parece deshumanizarse al seguir la ética radical de su padre… pero lo hace con un odio y un resentimiento tan grandes, que pone el dedo en la llaga sobre esa brutal contradicción: la vida no puede ser sólo negocios. La frialdad de Vito Corleone es la de un hombre que sabe que cumple con su deber; la frialdad de Michael es la de un hombre con un volcán hirviendo en su interior.

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El valor positivo que nos ofrece la tragedia, en esta época de asolador escepticismo, es la permanencia de lo divino. El héroe trágico puede estar muy solo, puede sentirse traicionado por los dioses (que no son otra cosa que la encarnación de la realidad), pero insiste vehementemente en mantener vivo lo que él considera sagrado: Fedra decide morir por amor, y castigar con su muerte a aquel que niega el amor; Edipo se resiste a vivir una vida de mentiras, aunque eso signifique su destrucción… la tragedia no deja lugar para ninguna esperanza, es un golpe de realidad,  pero nos recuerda que, en el corazón de esa realidad, al lado de la fuente del sufrimiento está la fuente de lo divino.

Ángel Antonio de LeónAutor: Ángel Antonio de León Actor, director, dramaturgo. Escritor aficionado, amante de la belleza y el psicoanálisis; freudiano convencido y apasionado. Estudiante de la carrera en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM.
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