La dama de las mil orejas: 12 de Diciembre, México

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Después de las primeras horas de camino el paso disminuye con tranquilidad. La respiración se agita para después aminorarse hasta ser apenas un susurro imperceptible. Los brazos pesan y las piernas se aletargan. La espalda comienza a doler por el peso de la mochila llena de botellas de agua, galletas y naranjas, todo lo obtenido a lo largo del camino, regalado por creyentes que, agradecidos por la buena providencia de sus negocios o trabajos, regalan un poco de aquello que han ganado, una muestra de la abundancia que la virgen les ha otorgado: la gran prueba de empatía: estoy contigo y te apoyo en tu camino. Que llegues con bien. Ya falta menos. Vayan con Dios y que la Virgen me los cuide. Es inevitable sentirse como personaje de Rulfo, caminando en procesión, sufriendo los estragos del camino. Con paso lento me voy acercando a la Basílica de Guadalupe. El rostro se destensa, las facciones se relajan y el paso, a pesar de las ampollas (el peor enemigo de un caminante), se acelera un poco.

La fe mostrada por los peregrinos esconde motivos que la propia razón desconoce: milagros, apariciones, buena ventura que llegó cuando la esperanza estaba en su nivel más bajo, rescates de las manos de la muerte… Y es que la fe mueve más que montañas: mueve a millones de creyentes a lo largo de ciudades enteras, kilómetros, carreteras interminables, con la única intención de mirar a los ojos a la virgen de Guadalupe. Mirar el ayate. Es verdad: la esperanza muere al último y cada vez son menos pasos para estar frente a la Virgen.

I.

Desde el cielo, una hermosa mañana…

La celebración a la virgen de Guadalupe es uno de los cultos más arraigados, antiguos y fuertes de la tradición mexicana. Es una parte íntegra de la identidad nacional que permea, incluso, la política desde la época independentista: el punto diecinueve de Los sentimientos de la Nación, documento histórico redactado por José María Morelos y Pavón, pide que “[…] se establezca por ley Constitucional la celebración del doce de diciembre en todos los pueblos, dedicado a la patrona de nuestra libertad, María Santísima de Guadalupe, encargando a todos los pueblos, la devoción mensual”; así mismo, fue la virgen de Guadalupe el estandarte que Miguel Hidalgo portó la noche del 16 de septiembre de 1810: una imagen que fue capaz de unir a los pueblos oprimidos bajo una imagen en común.

La historia, narrada en el Nican Mopohua, nos habla de cuatro apariciones de la virgen al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un indígena chichimeca que presenció aquellas visiones del nueve al doce de diciembre del año 1531. La razón es que ella le pedía a Juan Diego que intercediera ante el Obispo para poder tener una capilla en donde la gente pudiera ir a rezarle. El primer milagro concedido del cual se tiene registro es al propio tío del indio Juan Diego: Juan Bernardino, que estaba enfermo y se sentía desfallecer. Se dice que Juan Diego llegó a ver a la virgen y, afligido, le contó de la enfermedad de su tío. Ella le pidió que no se preocupara, sino que fuera con el obispo para interceder por ella. Le pidió que tomara algunas flores de las faldas del cerro del Tepeyac y las llevara ante Juan de Zumárraga. Mientras Juan Diego intercedía por la virgen ante el obispo, ella se apareció una quinta vez ante su tío, curándole aquella enfermedad que tan mal lo tenía.

El ayate que se exhibe hoy en día en la Basílica, aquel que todos queremos ver y ante el cual queremos estar es, se dice, aquel que Juan Diego (hoy santo) mostró al Obispo, aquel en donde llevaba las flores que la virgen le ordenó llevar y que, al dejarlas caer ante Juan de Zumárraga, reveló la imagen que hoy conocemos: la imagen de la mujer de México. La madre de los mexicanos. La virgen morena, del mismo color de piel que todos nosotros: el signo de la identidad nacional.

II.

Historias del camino: ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?

Vengo desde Amecameca, atrasito de Chalco. El bulto que tengo en el vientre es difícil de ocultar y mucho más difícil de llevar si se viene uno caminando. ¿Pero qué nos queda? La virgen me cuida y me protege, verdad de Dios. Vengo desde allá porque quiero que mi chamaco nazca bien, que esté sano y pueda tener una buena vida. ¿Yo qué? Ya voy más de salida, él apenas va llegando. Y sí, la panza me pesa, pero si descanso a ratos no se me hace tan pesado, aunque luego no me pueda ya ni levantar. Los pies los traigo bien hinchados desde hace rato, pero me están contando que más adelante, ya a la altura del metro Oceanía, dan masajes de pies. Creo que son unos masajistas que también están cumpliendo su manda haciendo lo que saben: dar masaje. A ver si más adelante me toca que me den uno y así me aliviano un poco. Lo que pasa es que me dijo un doctor que mi niño estaba malo. Que dice que puede salir con síndrome de Down y yo la verdad no quiero eso, yo quiero que esté sanote mi chamaco y que tenga una vida normal. Dicen que esa enfermedad no es tan mala; que pueden, incluso, llevar una buena vida, como quien dice normal, pero con ciertas limitaciones. ¿Pero por qué debo conformarme con que tenga “ciertas limitaciones”? Yo no quiero que nada le falte y quiero que se desarrolle como todos. No quiero que sufra. Ya ve que luego le hacen cosas en la escuela, ese llamado bullying que hasta ha causado varias muertes porque los chavitos no lo soportan. Los niños son los más hirientes, sobre todo si están chiquitos porque no se tocan el corazón; como no saben todavía qué es lo malo o qué es lo bueno pues son sinceros y no saben si lastiman al niño o no. Y yo no quiero que por su condición lo vayan a lastimar. Espero que la virgencita me ayude, porque ella sabe que voy de buena fe. Lo único que quiero es que mi hijo nazca sano y que no tenga carencias. Lo de uno está de más, yo no quiero que nada le falte…

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III.

“A buen ritmo se llega con bien. El secreto es tener actitud positiva y no dejar que el camino te abrume”. Eso me decía con cada paso que daba.

Desde las primeras dos horas caminé con paso firme, decidido a llegar hasta la Basílica. Treinta y tres kilómetros suenan fácil, pero ya a la mitad los pies pesan, la garganta se va secando y el tomar agua en exceso sólo lleva a sobrehidratarse y, por lo tanto, a querer ir al baño.

El espectáculo que representa una peregrinación de tal magnitud puede abrumar a cualquier despistado que no lleve el conteo de los días del calendario. Pero difícilmente puede ocurrir: el doce de diciembre es un día de feria nacional. En todos lados hay bailes y juegos mecánicos en honor a la virgen de Guadalupe. Hay misa desde las doce de la noche del día once, que es cuando se le cantan las mañanitas. En todas las televisoras del país hay transmisiones en vivo que cubren el evento desde distintos puntos de la ciudad: evidencian la cantidad de personas que asisten al culto mariano de la virgen de Guadalupe, se hacen análisis de la situación, hay documentales sobre el ayate de Juan Diego o películas que tratan de representar la escena de las apariciones de la virgen y su posterior apoteosis. Artistas famosos asisten a la Basílica para cantarle una canción a la “morenita del Tepeyac” y todo eso es televisado: el culto mariano es un pretexto para generar ganancias.

Pero la fe no se compra. El peregrino común asiste con buena voluntad al éxodo. Algunos cumplen las llamadas “mandas”, que es cuando se le pide algo a la virgen, ésta lo cumple, y a cambio se debe peregrinar a la Basílica para dar gracias de viva voz y de frente, mirándole los ojos a través de un cristal de vidrio reforzado. Otros feligreses van por gusto, por costumbre o a dar gracias por un buen año.

Hay casos curiosos de gente como Guadalupe M., que peregrina cada año para dar las gracias y, además, para festejar su cumpleaños, que es el once, y su santo, que es el mero día de la virgen. “Es para festejar a mi tocaya”, dice.

La fe no se compra. Y para muestra está Guadalupe M., que bien podría estar en un antro festejando su cumpleaños, pero en cambio asiste religiosamente cada año para darle gracias a la virgen “por un año más” y “por las cosas buenas que me ha dado”.

―Creo que sufrir una vez al año no se compara con todo lo bueno que me ha dado la virgen. Yo lo hago con fe. Y me molesta que haya gente que nos critica por peregrinar. Fíjate, la otra vez vi en el feis que un tipo subió una foto de la virgen con la cara de un chango… ¡no tienen madre! No respetan. Y creo que a esa clase de personas les va a ir muy mal por cómo se portan.

Es fácil hablar de la peregrinación si se mira desde afuera. Es fácil criticar el tráfico que se genera. “Pero el tráfico lo hacen los mismos camiones que se estacionan en donde quieren y suben y bajan pasaje sin que les importe; nosotros venimos bien, por la banqueta y en el carril que se nos asignó para poder caminar”, me dice Lupe. Es fácil hablar de fe cuando no se vive desde adentro.

La fe no se compra. Es fácil hablar cuando no se vive la experiencia. Es fácil pararse frente a una cámara y hacer como que hablas con la gente que, cansada, con cientos de kilómetros detrás, llega con toda la fe a la explanada de la Basílica. Es fácil hacer como que se entiende a las personas. Eso es hacer periodismo fácil. El padecer lo que el peregrino soporta, el estar en su piel y sentir lo mismo que él no es cosa fácil.

IV.

A pesar de que algunos realizamos la peregrinación con un gran atisbo de dudas en cuanto a la veracidad del asunto, no es posible ignorar la energía generada por las personas. Es imposible evitar la alegría de los demás creyentes que asisten con fe a su peregrinaje y que, además, comparten sus vivencias aparte de compartir del camino. Es un ambiente festivo que se nota en el aire. Es imposible caminar al lado de tanta gente sin sentir sus penas o escuchar sus conversaciones que hablan de lo bien que les va cuando cumplen sus “mandas” o de lo bien que les fue y de lo agradecidos que están con la virgen.

Cito las palabras de Nicolás Guillén: “Mire la calle. / ¿Cómo puede usted ser / indiferente a ese gran río / de huesos, a ese gran río / de sueños, a ese gran río / de sangre, a ese gran río?”.

¿Cómo se puede ser indiferente a ese gran río de gente que comparte sus ideales, que sufre lo mismo que tú al caminar a paso lento, que mira lo mismo que tú al caminar, que piensa con fervor, al igual que tú, que ya casi llega a su destino, que te mira como a un igual? ¿Cómo se puede ser, pues, indiferente? En esta vida llegar es cosa fácil, hacer camino es mucho más difícil (Maiakovski reloaded dixit).15502870_1169034066507993_299607535_o

V.

«El 14 de noviembre de 1921 Juan M. Esponda, funcionario de la secretaría particular de la presidencia de la República, depositó en medio de un ramillete de flores un cartucho de dinamita, al pie de la imagen de la Virgen«. Estas son las palabras de Jean Meyer en el segundo tomo de su obra La Cristiada.

En efecto: la noche del 14 de noviembre la virgen fue víctima de un atentado organizado, se dice, por el entonces Presidente Álvaro Obregón. Esa noche se había celebrado una ceremonia con motivo de la toma de posesión de una prebenda en el coro por el presbítero Antonio Castañeda. Aprovechando un descuido del presbítero, Juan M. Esponda, líder de la entonces Confederación Regional Obrera Mexicana, saltó hacia el atrio de la Basílica para colocar, a los pies de la virgen, un ramo de flores. Un acto en apariencia inocente. Justo después de que el hombre bajara de su sitio, se registró una detonación dentro de la Basílica. El atrio se vio lacerado por la fuerza del impacto: un pesado Cristo de metal se dobló por la implosión, los vidrios de la Basílica se hicieron añicos, candeleros y floreros se vieron destruidos, incluso la cortina que cubría la imagen de la virgen se vio destrozada por la bomba.

Los asistentes al evento, guadalupanos de corazón, se lanzaron hacia el culpable con la intención de lincharlo, pero el presidente Municipal de la Villa apareció para rescatarlo de la multitud, pues había recibido una llamada del Gral. Álvaro Obregón, que pidió garantías para el preso Juan M. Esponda, pues mandaba por él. El culpable se mantuvo en custodia dentro de las inmediaciones de La Villa, para luego salir de ahí dentro de un camión militar.

El daño dentro de la Basílica fue mayor. Se perdieron muchas cosas con el impacto. Hubo gente que entró en shock. Los vidrios se destrozaron.

A pesar de que se había escuchado al Gral. Obregón decir que no descansaría hasta “limpiar mi caballo con el ayate de Juan Diego”; a pesar de que se descubrió que el cartucho con el que se realizó el atentado fue de la marca Hércules, especial para mineros; a pesar de que, con el tiempo, se supo que los obreros que protegieron en un inicio a Juan M. Esponda era en realidad soldados o que no hubo justicia para el culpable. A pesar de todo eso la virgen permaneció intacta. Y hasta la fecha sigue en su sitio, esperando cada año para ver a sus hijos que la van a visitar. El atentado fortaleció la fe de sus hijos.

VI.

Historias del camino: “Me salvó la vida”.

Tiene cinco años. Mírelo, tan chiquito y ya con ganas de seguir. No vaya a creer usted que lo vengo cargando. No. Él solito viene caminando desde Chalco y no quiere que lo cargue. Sí me pide a ratos que nos sentemos para descansar, pero es cosa de unos minutos y ya quiere seguirle. Quiere ver a la virgen y darle las gracias. Anda come y come, con eso de que dan de todo pues él feliz. Pero le digo, él me anima para que sigamos. No se rinde. Es que la virgen le salvó la vida.

VII.

Doce kilómetros y llego. La energía que se genera es algo impactante. El circuito Bicentenario, a la altura del Aeropuerto Internacional “Benito Juárez” tiene una pendiente que con el cansancio parece ser más grande de lo que es en realidad. Los pies ya no se sienten, pero por alguna razón la unión hace que quieras continuar. El realizar la peregrinación es una experiencia cercana a la epifanía. Es un viaje que toca fibras muy sensibles de tu ser, seas creyente o no. Pareciera que la propia fuerza se genera a partir de la fe de los demás, es una mezcla de emociones que se traduce en ánimos de seguir caminando a pesar de todo.

Hace un par de kilómetros que Guadalupe M. tuvo que detener su camino para vendarse los tobillos, tomarse un par de aspirinas y proseguir con su camino. A tientas, con pausa, baja la pendiente. “Es increíble la manera en la que, a pesar del dolor, puedes encontrar las fuerzas para seguir”, le digo. Y con lágrimas en los ojos, que bien pueden ser de dolor o de purificación, responde: “Siempre”.

VIII.

Historias del camino: “Todo sea por mi madre”.

Ya llevo tres días caminando. Algunos pensarían que estoy loco, pero cuando uno va con fe lo demás no importa. Yo quiero ver a la virgen y darle gracias y de paso pedirle unos favores que necesito. Ella sabe que sí cumplo. Para mí es tradición caminar desde el pueblo cada año. Soy de Quimixtlán, a un lado de Veracruz. A veces no sé si soy jarocho o poblano. No crea que me la estoy aventando de corrido. He descansado en algunos lados, pero sólo cuando ya no puedo más. Es que, mire, yo soy de aquí, del mero centro de la ciudad, pero vivo allá en Puebla y vengo a ver a la virgen y de paso vengo a visitar a mi familia. Ahorita ellos ya se adelantaron, pero luego los alcanzo. Me dijeron que descansara un poco. Seguro sí me ven bien madreado. Pero todo sea por mi madre, la virgen que me cuida. Mire mis tenis, se abrieron desde ayer y ya no traigo otros. Pero ni modo. Ni qué hacerle. Voy a seguirle para alcanzarlos porque si no me dejan. Cuídese mucho, joven. A ver si nos vemos en la Basílica. Me voy a llevar la cobija, me la acaban de regalar…

IX.

…la Guadalupana bajó al Tepeyac.

Después de doce horas aparece la Calzada de Guadalupe: una larga avenida que en el medio tiene un pasaje para los peregrinos. El carril central de este pasaje es liso, para las personas que van de rodillas hasta el altar a la virgen. Hay muchas, el dolor expía la culpa o los pecados.

A lo largo del camino se regalan muchas cosas. “El año pasado regalaron garrafones de diez litros de agua de sabor y natural, y la gente que traía carriolas los agarraba, los guardaban ahí y más adelante veíamos como se servían y los dejaban botados porque pesan mucho, pero para mí eso ya es ser encajoso”, me dice Guadalupe M.

Es verdad: las culpas y los pecados pesan, al igual que los bienes materiales. El sentido de esta caminata es apelar a la austeridad, como lo dicta la religión: llevar sólo lo necesario, asistir con el alma dispuesta para ser limpiada, con la mente abierta. El cargar con cosas innecesarias sólo hará el camino más pesado. Basta con llevar sólo lo esencial.

Después de tanto tiempo caminando y pensando se puede conectar con la infinidad del ser: se vive una epifanía vivencial, no sólo religiosa: se aprende que hay muchas personas con problemas verdaderos, que asisten religiosamente con el deseo y la fe de que la virgen los cure de enfermedades terminales, que ayuden a un familiar enfermo, que encuentre a un amigo perdido o que dé el descanso a quienes ya no aparecieron.

La verdadera fe no es sólo religiosa: tiene que ver con la emoción, con la creencia de uno mismo en su relación con las vivencias y los obstáculos que se nos cruzan en el camino. Aprendí que soy un hombre privilegiado que no padece una mala enfermedad, que no sufre por hambre, que no tiene familiares en peligro de muerte: mi experiencia en esta peregrinación, al final, radica precisamente en eso: en dar gracias por estar bien. Y a pesar de que no soy un hombre religioso, soy un hombre de fe que cree en sí mismo y en sus amigos y familia. La verdadera fe está dentro de nosotros y esta clase de experiencias nos acerca a descubrirla.

A escasos metros de la entrada a la Basílica, la Calzada es un hervidero de emociones: gente que se desmaya por la emoción o el impacto, personas que lloran mientras rezan por su alma, gente que asiste gustosa a la fiesta de la morenita. En el cielo, los cohetones de luces se expanden en la oscuridad como árboles luminosos que se esfuman en un simple parpadeo. La música de los mariachis suena. Hay un silencio expectante, sólo interrumpido por las mañanitas que suenan a lo lejos o los rezos de la gente que camina en la explanada dispuestos a entrar a la Basílica.

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X.

La dama de las mil orejas.

La fila para entrar es larguísima, pero la espera vale la pena.

― ¡Que viva la virgen de Guadalupe!

― ¡Que viva!

El estruendo es excepcional, algo inenarrable. La euforia no se deja de sentir. Las emociones están a flor de piel.

Con pasos cortos llegamos al atrio. El éxodo nos condujo a este lugar específico: debajo de la imagen de la virgen. Se llora, se canta, se vive. Se goza.

Un niño le pregunta a su madre: “¿Y sí nos escucha a todos los que le pedimos?”. “Sí, hijo. Es la dama de las mil orejas, que a todos nos oye y para todos tiene”, le responde. Y en su cara se dibuja una mueca de satisfacción y de pureza.

La peregrinación termina en ese preciso momento en el que se mira a la virgen a los ojos y se le dan las gracias por permitir que lleguemos con bien hasta su casa para verla. Los cantos se alargan:

Adiós, reina del cielo

Y al final ni toda la fe puede compararse a la gracia y la fuerza con la que uno sale de la Basílica.

“Sientes como que eres alguien nuevo. Como que te purifica”, comenta Guadalupe; con lágrimas en los ojos, dando pasos de dolor y de satisfacción. Sabe que lo logró. Yo también lo logré: llegué a su lado hasta la Basílica. Y de algún modo soy alguien distinto. Es fácil hablar de peregrinos si se mira desde afuera. No es lo mismo vivir que sólo hablar. Y esta es una experiencia única. Fuera del contexto religioso, que es muy difícil de sustraer, es una vivencia inexplicable: sacas fuerzas de donde no hay. Parafraseando a Vallejo.

Tus hijos te rezan y te veneran. Te adoran. Madre del salvador.

Adiós. Adiós. Adiós…

Marco Antonio Toriz SosaAutor: Marco Antonio Toriz Sosa Estudiante de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Escribe cuento, poesía y, a veces, crónica y ensayo. Sus cuentos y poemas han aparecido en las revistas Primera Página, Osario, Punto de Partida UNAM, Palabrerías y Círculo de Poesía.