Presentamos orgullosamente el día de hoy (a un par de días de su cumpleaños) una selección de poemas del gran poeta Enrique González Rojo Arthur, quien es seguramente uno de los poetas vivos más importantes de nuestro país. La suya es una poesía en la que se evidencian tremendas preocupaciones filosóficas y políticas, pero también, un gran cuidado de la música y el ritmo. Agradecemos infinitamente al autor por permitirnos publicar parte de su obra. La ilustración y la selección son de Cecilia Saucedo.
VIDA Y OBRA DEL ESPACIO
A Guillermo Tovar de Teresa
No es verdad que el espacio
sirva como lugar en que se citan
oquedades, rendijas, intersticios
celebrando el congreso de la nada.
No es el telón de fondo
donde hay algo que salta y representa
ademanes de ser, gestos de cuerpo.
No es tampoco un vacío donde aflore,
con el solo habitante de la asfixia,
el único rincón en que la historia
no puede respirar.
Hay espacios que nacen, que gatean
con sus tres dimensiones. Espacios que se yerguen,
sumándole agujeros a su hueco,
hasta la edad madura del abismo
–donde está siempre el vértigo asomado–
o hasta esbozar un ámbito que abarque
desde tu boca abierta hasta los cráteres
que se abren en la luna.
Hay espacios amantes, cuyo coito
–logrado al presentar el pasaporte
que goza de la visa de la entrega–
extraditan sus límites y acaban
con el crónico mal del que adolecen
las naciones, enfermas de frontera.
Hay espacios ya graves: el derrumbe
que amenaza la mina lo demuestra.
Hay espacios que nacen, viven, crecen:
se reciben de tiempo. Son espacios ancianos,
a un paso ya muy niño de la muerte.
Modelado de historia y de materia,
el espacio requiere de su biógrafo
que arroje las leyendas y lo trate
como hermano de todos en el tiempo,
nativo del gerundio y compatriota
de todo lo que se halla,
si olvidamos la efímera existencia,
a una cuna tan sólo del sepulcro.
LOS OLVIDOS
¿Es un descanso el olvido?
¿Es olvido caminar?
Es caminar empezar
a olvidarse del olvido?
Emilio Prados
La evocación no respeta los sepulcros,
desoye la liturgia de lo efímero,
halla a flor de beso antiquísimas bocas,
clava con alfileres el chirrido
de las palabras huidizas,
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia
polvorienta de tiempo,
hunde su interrogación
en una de las capas profundas de la psique,
embalsama suspiros,
recuerda.
La mente se desanda,
camina a contrapelo del gerundio,
reconstruye la carne desde el molde
de las huellas,
busca el olor a vida
en la carroña de la remembranza,
le tuerce el brazo a Cronos
para tender la mano a los cadáveres,
recuerda.
Limpia los ventanales de su nuca,
carga su fardo con jirones y jirones de lo ido
para quedar intacta,
sin perder siquiera
el juguete asombroso, terrible y delicado,
de la niñez,
desentume vivencias,
riega las partes verdes
de lo perdido,
recuerda.
Recuerda, recorre para atrás
la biografía, sus episodios,
los cumpleaños, con su atalaya
para atisbar la muerte, la eterna
obcecación de los aquíes
tatuados con ahoras,
el tren que, indiferente,
con sus esbozos de cerebro al viento,
su aullido como herida en los espacios
y sus ruedas desbocadas,
va en lo suyo:
lanzándose al porvenir a toda máquina,
saboreando la meta,
corriendo tras el viento,
ganándole la partida a la llegada,
siendo sordo a las voces congelantes
de los frenos,
de las instrucciones,
de los arrepentimientos del maquinista,
y olfateando en sus proximidades
la estación terminal donde mis ímpetus
se hallarán descarrilados.
Recuerda, y al momento,
volviéndose, viviéndose
fe de erratas del destino,
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,
con alas mentirosas;
un tiempo con futuros arrumbados
en los sótanos del presente;
rememora,
y ve cómo el espejo,
con su espía de azogue,
recupera, pujando, las imágenes
que le fueron escamoteadas por la amnesia;
pasa lista a un tropel de rostros,
adioses fracasados,
gritos,
promesas
que no dieron con el modo,
el instante
o el vientre embarazado
para pasar a ser.
Mas ahora, al correr de los días,
cuando he dilapidado
casi todo mi patrimonio sensorial,
cuando derramo llanto
con todo y pupilas,
y está a punto de caérseme
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;
ahora, cuando doy en mesarme
mechones y mechones de tiempo
y me siento invadido por el allende
y las avanzadas de su ejército
–las hoquedades de la desmemoria–,
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella
[hembra
que me dejó debajo de la almohada
sus senos, sus caderas
y la carne amasada en lo sublime
de sus muslos?
No lo sé. Lo he olvidado.
Oh masacre de sílabas.
Peste que busca su lugar en mis palabras
para diezmar sus letras.
Mis olvidos,
mi almanaque de ruinas,
dejan a la materia gris
continuamente en blanco, desnutrida,
famélica de nombres,
frases, manos,
ocultos bajo el polvo de mi rastro.
Los olvidos arrojan tarascadas
a la carne interior de mi conciencia,
a mi jardín de nostalgias clandestinas,
al vetusto directorio de entusiasmos
donde se apolillan
mis ilusiones envejecidas
y mis dedos, que se ahogaban de tacto,
están a punto de desmoronarse.
Olvidos, ay, que me roban discretamente,
o a mano armada,
la sonrisa de una promesa,
el pelo huracanado de una aventura,
el decir del filósofo
–que durante días y más días
puso a correr aullidos de metafísica
por mis arterias–,
la palabra seductora con que supe
forzar la cerradura de una carne,
la juventud que en mangas de camisa
levantó un imposible
para que al fin un sueño se encontrara
al alcance de la mano.
Padeciendo poco a poco un holocausto
de experiencias, se diría
que hoy por hoy, como oficio, me dedico
a olvidarme de todo,
a desdecir vivencias,
a dar mi brazo a torcer,
a asaltarme a mí mismo en los lugares
más oscuros del alma.
Se diría.
¿Nada me queda ya?
Con lo poco, lo poquísimo que guardo,
con éstas que podríamos llamar
las pertenencias últimas,
o mi fortuna en el aquende,
he formado un museo
para uso personal
donde me paso horas y más horas
reconociendo olvidos (desempolvados
para ser recuerdos)
o contemplando los cuadros y las estatuas
que entablan con los ojos el lenguaje
del pasado.
¿Nada me queda ya?
¿En el despeñadero de cuál de mis latidos
voy a perderlo todo?
¿Cuándo vendrá la nada
con sus manos amantísimas
a cerrarme los ojos?
El momento culminante,
intransferible,
el hoyo de desagüe hacia el que corre
la colección entera de mis ímpetus,
irrumpirá, puntualidad en mano,
con gestos de destino,
cuando tenga ya el alma agujereada
por los desánimos incontables
de la memoria;
cuando el tiempo,
encogido al presente
(huérfano de premisas,
desheredado de conclusiones)
transforme sus fronteras en murallas,
sin un solo intersticio donde pueda
ejercitar sus vicios el espía;
cuando este ahora opaco,
ciego,
mudo,
se vuelva pordiosero
de todos sus tesoros extraviados,
cuando ya no me acuerde del olvido,
cuando, amnésico, olvide tercamente
de acordarme,
de salir a la ventana a ver pasar el viento
que sopla sin cesar desde el pasado,
o tan sólo repare en que ya todo,
todo,
todo
irremediablemente se me olvida
y pasa a la ultratumba del vacío,
cuando llegue, por último, la hora
de que sea de mí de quien me vea
obligado a olvidarme.
PRECISIÓN
Para Maricela y Mario
El poeta ante la ventana
¿no estará más bien frente a un espejo,
un espejo que, como una abuela, derrocha todo el día
en bordar imágenes y entretejerlas
con espectros invisibles que circulan
por la sala?
Un poeta frente al espejo
puede tratar de sumergirse, de la mano de Alicia , en la
superficie acuosa y atrayente.
Puede meter los pies, las piernas y la audacia
en su propio delirio. Puede lanzarse a la busca, con su
[redada de ojos,
de inéditas dimensiones y nuevos puntos cardinales.
Puede comprar un minifundio
en el País de las Maravillas,
dedicarse a la inspección de la relojería
de los milagros y lanzar hacia el cosmos
la cometa oscilante de su numen.
Mas zambullirse en el espejo
-y salpicar de esbozos de fantasmas
y luciérnagas a los lectores-,
es dejar lo terreno
hablando solo,
en una lejanía que le pisa los talones
a la ausencia definitiva.
Lo que contempla el poeta,
lo que está entre sus hambrientas pupilas
y las diferentes posturas del viento,
es una ventana, no más que una ventana.
No es un muro
y su ejército de párpados blindados.
O una venda de manos en los ojos.
Es no más una ventana.
¿No escuchan lo que están sus cristales
murmurando? ¿No advierten cómo está la
[transparencia,
con su voz sin igual, recitando, de modo indescriptible,
el poema de lo cierto, lo exterior atestado de poesía?
¿No ven ahí el lugar
donde el pastor-de-miradas del ojo del poeta
las saca a pastar el ser
en los campos infinitos del afuera?
ELEFANTE
Para Arturo Córdova Just
El elefante es, entre todos los animales de la jungla,
la criatura más digna, parsimoniosa y noble;
un primor de orejas grandes
y un proyecto de cola fina y circunspecta
a medio hacer.
Cuando el calor lo pastorea hacia la inquietud
desbocada del arroyo
-donde el agua construye sus jabones
efímeros de espuma-
arrastra toda su pesada majestad
a refrescar la epidermis arbórea de su cuerpo
y a satisfacer tanto la sed que le quema las entrañas
como la -no menos grande- de limpieza
que nunca lo abandona:
su trompa deja por un segundo
de medir el tiempo
y se encarga de diseñar los duchazos indispensables
a una piel que demanda ser lustrada
y brillar, con su arrugada pulcritud,
en los claros de la selva rodeados de miradas.
Mas si de repente lo invade el deseo
y siente que su sangre
se incendia en la caldera de la brama,
sufre un insólito cambio de talante,
le pone pies alados a su olfato,
sus ojillos, nerviosos, se sienten prisioneros
de sus órbitas,
busca desesperadamente a una elefanta
y se encarama, todo urgencias, a sus ansias
soltando el aleluya del jadeo.
Si nos fijamos bien (y no fingimos
que “aquí no pasa nada” al advertir
el punto escandaloso
que se instala, flameante, en plena jungla),
vemos que el paquidermo desvergüenza
una porción del cuerpo endurecida,
como vara de tronco que, en moviéndose,
desordena el universo.
¿Dónde quedó su porte majestuoso?
¿Dónde su dignidad
de palacio sagrado en movimiento?
El elefante se arroja sin escrúpulos
y rasgando los velos de la estética
castidad cotidiana,
al mundo de lo extraño, lo asombroso,
en las inmediaciones, sí,
de lo ridículo.
Ay el sexo, el sexo,
siempre trae consigo el viejo escándalo,
los dulces, persistentes, excitantes
desfiguros de la naturaleza.
Del autor: Enrique Gonzalez Rojo Arthur. Ensayista, narrador y poeta. Estudió la maestría en filosofía y el doctorado en la FFyL de la UNAM. Ha sido profesor de la UNAM y la UAM. Su obra completa se publicó en 15 tomos con el título Para deletrear el infinito. Becario del CME, 1952. Premio Xavier Villaurrutia 1976 por El quíntuple balar de mis sentidos. Premio Nacional de Poesía Benemérito de América 2002, Oaxaca, por Viejos.