Rezamos en calma. Un silencioso horizonte se extiende detrás de nuestras espaldas. En él, artistas, políticos y pensadores observan atentos. Nosotros, los nacidos, somos quienes enterramos a nuestros padres en el centro de nuestra cultura. Permitimos que sus cuerpos nutran las raíces de los frutos que nos alimentan. El rito que acompaña este entierro, como un regalo de la sociedad, nos abre un espacio para tratar los sentimientos e ideas que aún revuelan tras el ruido sordo de la muerte. Únicamente escuchamos un gran ensamble de alientos que proyecta por nosotros, con sus sonidos coincidentes, la calma con la que vocalizamos el adiós. En el tiempo detenido del rito los cuerpos se corrompen y las almas resucitan en el horizonte que nos hará compañía hasta nuestro entierro.