Ilustración de Ana Escoto
La articulación entre cine, arte y museo tiene muchas aristas y puede pensarse desde diferentes lugares y de igual forma esto puede transportarnos a otros tantos sitios. Pienso, por ejemplo, en mi experiencia personal al toparme con pantallas que reproducen contenidos audiovisuales en espacios expositivos. No es nada raro que como resultado de estas aproximaciones se desencadenen sensaciones de titubeo en mi cabeza: ¿Hace cuánto empezó? ¿Se debe de ver el video completo? ¿Ya volvió a empezar? ¿Cómo se mira esto? Existe cierta falta de claridad y relativa dispersión a la hora de comprender las obras cinematográficas dentro del espacio expositivo, algo así como un misterio que por más entretenido que sea de resolver, me parece también un poco frustrante. Pero dejando de lado estos contratiempos personales, considero que, analizadas desde otra óptica, lo que tienen en común la institución cine y la institución museo mitiga las fricciones que entre ellas pueden generarse. Me refiero a que, en un sentido más general, el vínculo que alía estos dos mundos como componentes esenciales de la tantas veces referida marea visual que caracteriza a la sociedad occidental moderna se trata de un enlace que arroja resultados acaso mucho más incómodos.