Hace unos días desperté sin grandes ánimos ni demasiada ilusión. Intenté seguir con mi investigación acerca de 2666 y su relación con la obra periodística de Sergio González Rodríguez, pero después empecé a leer —como consecuencia del hartazgo hacia mi tema de tesis— el último libro de Alejandro Zambra, Literatura infantil. Había leído ya las primeras páginas de ese compendio de ficciones (y autoficciones) un par de meses atrás. Recuerdo haber sido incapaz en ese momento de aguantar la caída de algunas lágrimas. De hecho, mi mejor amigo tuvo una experiencia similar semanas después y, en un arranque de emoción idéntico, decidió comprar un ejemplar del texto para que Zambra en persona pudiera firmárselo y escribirle una dedicatoria.
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Al otro lado de la infancia: “El libro oscuro”, de Yarezi Salazar
Cuando nos encontramos con un libro para niños solemos pensar que cumple con una sencilla y única función: entretener. Si bien es básico pensar que la literatura infantil ―entendida como un compendio de obras dirigidas a públicos de cierta edad― sea recreativa y hasta divertida, esto no implica que sea simple en cuanto a estilo. Sobre todo, no supone que el tratamiento de los temas sea superficial. A los niños no se les facilitan lecturas sobre política, sociedad o biología, por la aparente distancia que pueden tener con esos intereses. Sin embargo, los cuentos infantiles, por ejemplo, permiten desarrollar la imaginación, el intelecto y, poco a poco, fomentar la capacidad de reconocer las propias emociones a partir de sus personajes. Así, la literatura infantil permite que los niños logren entenderse como individuos, al analizar su ser interior, de modo tal que sean capaces de identificarse con el otro sin importar el tema.