Etiqueta: La nota moderna

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Aleksandr Scriabin: Sonata no. 5

Ciegos. A partir del beso nos llama la vida a florecer. El éxtasis se nos presenta en ilusiones impedidas por truenos pulsantes. A partir de tu caricia nos llama el ser al vuelo. Se arrastra por el piso quien nos dio la vista y encuentro en tu piel un espejo. Primero el fuego y luego la lanza hurtan los aromas de orquídeas y vetiver. Desde el vientre clavan las serpientes los colmillos en tus muslos y de su veneno nace aquel quien crea el universo con su mirada. Sobre el pecho de tu cuerpo, que es el mío, el más alto ideal se vuelve palpable. En el vuelo de espiral ascendente el espíritu creador inmortaliza el deseo. Embriones de la vida, os traigo osadía.

Aleksandr Scriabin nació proféticamente en la navidad de 1871, en Moscú, convencido de cambiar al mundo. Teniendo apenas su primer año de edad, su madre murió y pocos años después su padre le dejó con sus tías, quienes le mimaron durante su infancia. Pequeño, precoz constructor de pianos y dotado de permanentes impulsos creativos, Aleksandr destacaba por su rareza; sin embargo, se ganaba la amabilidad de sus pares con sus habilidades de pianista, gracias a las que se graduó del conservatorio de Moscú a los 20 años.

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Olivier Messiaen: Aves Exóticas

Desde lo obscuro, un silbido corta la línea sangrante de oro en el cielo. El pulso de un rito da paso al siguiente. Cantando, las madres despiertan a sus hijos y al enamorado a quien adora. Un resplandor de sonido baña de arriba a abajo los árboles que se tambalean con el aletear de las voces: el coro permanente de las infinitas mañanas en el bosque, hasta el final de los tiempos, canta salmos de un dios benevolente que otorga a las aves el deseo de vivir. Al presentarse el hombre en reverencia frente a esta ceremonia milenaria, sólo desea “desaparecer detrás de las aves”.

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György Ligeti: Atmósferas

El día permanece muerto, pero es ahora, en la recobrada lucidez de la mente despierta, que sabes nombrar el terror de piel fría que desprende su red partiendo hacia el olvido. El sueño nace sin límites. Impermeable al deseo del portador, se desliza entre las categorías sin nombre de la mente, cazando la presa que escondiste. Desde este tapiz de hilos sin fin, entes desfigurados toman la imagen de objetos solo relacionados por una metonimia ininteligible. El gradiente que imaginas entre el ensueño y la pesadilla es ilegítimo durante la noche. Tanto es así, que al sueño libre, para transformar la fascinación en angustia, le basta solo la muerte del ser amado, la violación de la estrella, el fuego, el pantano, el espejo o la maraña de seda que el enjambre de gusanos dejó a su paso cuando el terror te obligó a despertar. A lo lejos, un murmuro.

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Edgard Varèse: «Octandre»

Las ideas, desde su expresión en los individuos, cobran vida propia. Estas unidades de información se propagan entre personas como genes entre células. De esta manera, ideas tan viejas como la humanidad han sobrevivido civilizaciones enteras: dios, el tiempo, la belleza, el héroe, el inframundo. Conceptos que viven más allá de nosotros se propagan con nuestras voces y en nuestra obra. Así fue como una idea llegaría a posarse sobre las cejas de Varèse que lo movería a participar en la alteración permanentemente del paradigma musical.

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Ígor Stravinski: Sinfonías para instrumentos de viento

Rezamos en calma. Un silencioso horizonte se extiende detrás de nuestras espaldas. En él, artistas, políticos y pensadores observan atentos. Nosotros, los nacidos, somos quienes enterramos a nuestros padres en el centro de nuestra cultura. Permitimos que sus cuerpos nutran las raíces de los frutos que nos alimentan. El rito que acompaña este entierro, como un regalo de la sociedad, nos abre un espacio para tratar los sentimientos e ideas que aún revuelan tras el ruido sordo de la muerte. Únicamente escuchamos un gran ensamble de alientos que proyecta por nosotros, con sus sonidos coincidentes, la calma con la que vocalizamos el adiós. En el tiempo detenido del rito los cuerpos se corrompen y las almas resucitan en el horizonte que nos hará compañía hasta nuestro entierro.

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Silvestre Revueltas: El renacuajo paseador

A todo mexicano le deseo que se encuentre, alguna vez en su vida, caminando a la media noche por las avenidas cruzadas del centro histórico de la ciudad. Que su curiosidad le lleve a conocer las fuentes de Santo Domingo, a contar las columnas de la catedral y a visitar bibliotecas escondidas. Que reconozca en la alameda a los dioses del pasado. Que a los ojos cansados llegue la luz violeta del ángel en reforma. Que los murales escondidos detrás de la brillante fachada blanca de Bellas Artes le susurren desde dentro los acordes que han resonado ya por 84 años. Y más que nada, le deseo encuentre al compositor que vivía su última noche borracho y frío, con su mirada melancólica, cabello alborotado, y bigote empapado en cerveza: a Silvestre Revueltas, huyendo de los gatos directo al pico del pato.

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Tōru Takemitsu: Hechizo de lluvia

El agua comienza su regreso a la tierra en primavera. Tiernos ríos delgados, como hilos tirados de una tela, desnudan los montes de su nieve. Se ensanchan con su sangre incolora que acelera lentamente su pulso. Nubes se destensan sobre la superficie y la caricia del sol a la tierra les devuelve el aliento. Pulmones de lagos se inflan con líquido y cascadas rompen su mutismo con tenue murmuro. En el jardín, las flores se dilatan en su recobrado rubor. El agua, como hechizada, cobra vida en sus recorridos, es dotada de voluntad casi humana. El hechicero es un hombre delgado de ojos rasgados y casco de cabello lacio, un compositor japonés llamado Tōru Takemitsu.

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Harry Partch: El soñador que permanece (un estudio sobre amar)

Es para mí un misterio por dónde merodea el corazón cuando uno se enamora. El cuerpo se va por su camino, continúa la rutina;  pero el corazón, nos lleva de la mano por un sinfín de paisajes, cada uno más hermoso que el anterior. Playas, en las que admiramos la inmensidad, bosques y jardines donde nos dejamos llevar por la tenue danza de vivir que las flores nos recuerdan. A veces y con suerte, uno habrá sido guiado por su corazón al río, donde sentado se encontrará con un bastón de eucalipto y un amplio sombrero de palma; sin embargo, al mirar al río no saldrá un viejo, sino un niño, o al menos eso le dirán los ojos rodeados de pobladas cejas canosas: un pequeño niño que salió de su casa. Si uno se aventura, en este merodear del corazón, a caminar al lado de este niño en cuerpo de viejo, Harry Partch, escuchará con su voz grave y permanentemente melodiosa, una música sincera en su compasión por el que ama.