Alimentar el desierto
El librero, en su primer ciclo, albergaba algunos ejemplares de literatura clásica. Tenía alguna idea de lo que eso significaba. Era una adolescente. Reservé, para el mueble, un sitial consagrado, el de cueva dentro de la selva del hogar. Como era un ente masculino cuyo semblante sobrio contrastaba con mi expectativa de cosmonave, lo poblé de águilas, cactáceas, hongos alucinógenos, piedras mágicas, silencios, cuencos sagrados y los libros de Carlos Castaneda, algunos de Krishnamurti, entre otros. Me prometí no tomarlos como parte de una tonta cultura libresca, pero fue justo lo que sucedió. En aquel entonces, no tenía interés para cuestiones racionales, sólo deseaba extender las alas del águila que habrían de pronunciarse en el vuelo infinito de la libertad.