Etiqueta: escritores chilenos

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El fragmento – Cuento de Miguel Enrique González Troncoso

Al término del conteo, el cohete despegó desde el Centro de Lanzamiento de Satélites, y elevándose hacia el cielo iba dejando una espesa estela de color blanco, semejante a las nubes. Mirando hacia lo alto, Matías, el niño del poblado cercano, su abuelo, y la gente reunida en las afueras del centro aplaudían y se abrazaban mientras el cohete se hacía cada vez más pequeño a la vista, hasta perderse finalmente en el espacio.

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Apuntes preliminares sobre la otredad – Ensayo de Jorge Etcheverry

El otro está allá, al otro lado. Se me enfrenta como lo opuesto, pero en la edad moderna también nos otorga y nos garantiza la existencia como seres conscientes, pero además concretos, materiales: “La autoconciencia es en y para sí, en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia», afirma Hegel en la Fenomenología del Espíritu. En pleno modernismo, Sartre ve a al otro como la mirada que nos enfrenta y nos da consistencia, nos hace existir, pero es a la vez un inevitable testigo que nos condiciona, nos fija en su juicio y se adueña de la imagen que nos define. Ya tan sólo no es el otro el bárbaro étnico y cultural, nómada, que se instala en las plazas de la ciudad y para alimentarse arranca bocados de los animales vivos ante la consternación de los vecinos, según el cuento de Kafka. Las posibilidades del otro se despliegan desde el doppelgänger que es una emanación vaga, el reverso, la sombra de uno mismo, que puede ser la sombra que te niega e invierte, desde tu misma hasta entonces inviolable e irrepetible identidad, hasta el ente satánico que se posesiona de tu cuerpo y vulnera lo más sagrado del yo, que puede perder la unicidad, ya que el invasor puede ser toda una legión. La otredad también nos puede invadir desde fuera, desde un mundo alternativo, pero quizás inverso, reflejo y donde quizás haya una contraparte tuya, la que se refleja en el espejo.

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Sólo es el viento – Cuento de Miguel Enrique González Troncoso

A temprana hora de la mañana, el hombre irrumpió en la vivienda.

—¡Ya señora, levántese y márchese de inmediato! —ordenó, y agregó—: ¡Yo soy el nuevo dueño de esta propiedad! Su familia ya se largó.

La mujer, avergonzada, balbuceó:

—¡Ya, altiro! Sólo déjeme pasar al baño y me voy de inmediato.

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Conversaciones – Minificciones de Jorge Etcheverry

Cavilación de trasplante 

Y entonces allí nos quedábamos sentados a veces por horas en una plaza cercana, poco concurrida, con poco más que un poco de pasto amarillento, un par de árboles, una fuentecilla y la estatuita gris verdosa de un prócer inidentificable, viendo cambiar la forma de las nubes, como esperando que ese cambio se nos contagiara a nosotros, a nuestras vidas de apátridas. Como si a la naturaleza le importaran un bledo nuestros padecimientos. A veces comentábamos el destino de algunos de la generación que nos había precedido, de aquellos que murieron torturados en la revolución abortada, que muchas veces abandonaron carreras profesionales y hogares tranquilos, bellas novias, la notabilidad en diversas artes, para embarcarse en ese proyecto utópico que también había fracasado y que en retrospectiva nos parecía todavía menos alcanzable. Pero en el horizonte no se dibujaba un destino semejante para nosotros, o era que habíamos perdido de antemano, o éramos los verdaderos perdedores, los que habían recibido la pérdida, habían crecido y se habían desarrollado en medio de la pérdida. Nos parece haber estado muchos días sumidos en estas cavilaciones por horas, ya sea en este departamento, o dando vueltas por el centro, o aquí en este mismo parque, siempre en estas discusiones, pero a lo mejor era que nos parecía, y fueron en realidad sólo unas cuantas veces, o unos pocos días.