Hace unos días desperté sin grandes ánimos ni demasiada ilusión. Intenté seguir con mi investigación acerca de 2666 y su relación con la obra periodística de Sergio González Rodríguez, pero después empecé a leer —como consecuencia del hartazgo hacia mi tema de tesis— el último libro de Alejandro Zambra, Literatura infantil. Había leído ya las primeras páginas de ese compendio de ficciones (y autoficciones) un par de meses atrás. Recuerdo haber sido incapaz en ese momento de aguantar la caída de algunas lágrimas. De hecho, mi mejor amigo tuvo una experiencia similar semanas después y, en un arranque de emoción idéntico, decidió comprar un ejemplar del texto para que Zambra en persona pudiera firmárselo y escribirle una dedicatoria.