Cierro los ojos y pienso en las alfombras de hojas secas que cubrían mi cuerpo de siete años cuando Oliver y Miguel empezaban el juego de la muerte. Al principio sentía que la calidez de mi cuerpo y mi incipiente corazón espantaban el miedo a la muerte y aceptaba sin protesta alguna ser siempre el muerto. Me acostaba con los brazos entrelazados en el pecho como decía mi madre que los bisabuelos lo habían hecho para siempre, cerraba los ojos porque a la muerte no le gusta para nada ser vista y poco a poco recibía el peso de las hojas secas que parecían duplicarse, triplicarse como si realmente Oliver y Miguel echasen la tierra parda y pastosa del cementerio.