Cuentan quienes presenciaron la ejecución de la sentencia que la mañana del viernes veintiocho de agosto el parque del barrio Los Libertadores olía a ámbar gris mucho más que de costumbre. El cielo negro y el viento rabioso parecían protestar por lo que estaba a punto de suceder. Los notables de la Junta de Acción Comunal habían decidido que en el libro del destino de Liquidámbar estaba escrito que no vería el amanecer del veintinueve de agosto, que en este otoño sus hojas de cinco puntas no se colorarían de amarillo y granate.
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Este desmembrarse de la memoria – Cuento de Edis Namar
Ilustración de Aimeé Cervantes
I
Se sentó a la orilla de la cama con una sensación de hastío, como si hubiera repetido la misma posición por años, como si hubiera luchado por salir de una duna en la que estaba enterrado en lo más hondo.
La soledad y sus arrugas || Cuento de Enrique Esparza Vázquez
Mi reloj de mano ya marcaba las diez de la mañana y Norma seguía sin tocar mi puerta. Llegué a creer que los comentarios de Clotilde la habían desanimado, pero Norma no es una mujer vulnerable y me es difícil creer que esa fuera la razón por la que no haya venido ni el jueves ni el sábado. Dejé pasar las horas hasta que todas mis amigas se fueran para salir a buscarla. Fue una mañana larga, pues mis ojos no dejaban de mirar la hora, me sentía desesperada, pues a cualquiera de nosotras, por nuestra edad, ya nos puede pasar de todo. Un día te duelen los pies, al otro día la cabeza, por la noche se te sube la presión, por el día se te baja… en fin, ya eran las dos de la tarde cuando pensé si primero recogía la terraza o me dirigía directo a casa de Norma, pero pensé que era ilógico quedarme a limpiar cuando toda la mañana esperé el momento para salir a buscarla. Tomé mi gabardina por si el viento era fuerte o por si en el transcurso del camino se soltaba la ventisca, salí de mi casa sin avisarle a mi marido y cerré con seguro la puerta.
Don De || Cuento de J. L. Muciño
Ahí viene Don De. Sé que es él, porque camina por el pasillo siempre haciendo ruido con sus zapatos, siempre poniendo el énfasis en su pisada, en especial en la parte del tacón. Ahí viene Don De. Y no es que lo odie, no; es más, ni siquiera lo conozco, pero no sé. Su sola presencia me resulta aterradora.
Tuétanos || Microrrelato de Marcos Pico Rentería
Recuerdo la muerte. Sí. La recuerdo y me recuerda pues la cargo en los tuétanos.
Hombre sordo || Cuento de Joan Malinalli
Otra vez, en la clandestinidad, los ecos. Allí van, en calma, prófugos. No están precisamente ausentes, pues, de ser así, no serían ecos clandestinos que avanzan prófugos y en calma; sin embargo, es imposible mirarlos a simple vista. Daniel usa lentes pero es incapaz de verlos. Y yo que no uso lentes y tengo la vista sana, a veces, soy incapaz también. La clave está en que la capacidad se desarrolla con el sentido del oído, pero soy sordo. Y Daniel, él no es sordo pero es lo suficientemente despistado como para darse cuenta de que los ecos están allí.
Dilatación agobiante de la esperanza || Cuento de Alan Rolon
«Si es delincuente que muera presto», estampa de Francisco de Goya
Desde que estaba encerrado, lo único que esperaba era que los guardias vinieran por mí. Ansiaba escucharlos andar hacia acá y que me sacaran de mi hermética celda, tan aislada del mundo que no podía siquiera tener una mínima idea de la hora, el día, la época. Cada vez que los escuchaba se me helaba la sangre, pensando que era momento de llevarme al paredón, sólo para escuchar los lamentos ―o percibir su ausencia― de otro prisionero arrastrado, y descansar con amargura otra noche.
El sueño infinito || Cuento de Isaac Gasca
Ilustración de Aimeé Cervantes
Cuesta trabajo abrir los párpados al amanecer después de otra noche intentando dormir. La mirada pesa, los ojos duelen. Siento que floto, como si mi cuerpo estuviera inflado con helio. De un momento a otro levitaré. Humecto mis ojos con un gotero que lo mismo podría contener fuego. En el espejo observo que las ojeras se levantan bajo mis ojos como un muro infranqueable que prohíbe entrar al sueño. Mis ojos se tornan más negros, más pronunciados mis gestos. Llamo al trabajo para pedir otro día de descanso. El jefe me otorga el permiso y me recomienda un psiquiatra, el tercero en lo que va del año. “Claro que sí, Julio. Tómate el tiempo que quieras a cuenta de tus vacaciones”. Cuelgo. Mi casa fría, blanca, vacía, es una perfecta analogía de mi corazón roto, duro, estéril. Por la falta de sueño agrego sal a la leche, azúcar a la carne, miel a la pasta. Si existe la vida después de la muerte debe comenzar así.
Viaducto || Cuento de Rodolfo Munguía
Ilustración de Aimeé Cervantes
I
Eran las tres de la mañana cuando los policías se juntaron debajo del puente, donde vivía el Puntas y la Negra, donde por lo menos una vez a la semana atropellan a un güey, y donde hacía dos minutos habían atropellado a un cabrón. El cuerpo del infeliz había ido a dar al colchón improvisado de la Negra. Ella estaba tan empedrada que apenas notó un poco de humedad en los periódicos que usaba como sábanas. Pensó, incluso, que otra vez se había meado. Cuando te criqueas no te aguantas, pinche viciosa, le decía el Puntas. La mera neta, a lo único a lo que le hacía el Puntas era al activo y a la chela, hasta eso no era tan drogo. Había logrado dejar el foco con los madrazos que le pusieron en el anexo a los 19. Le sufría en el pinche anexo, ahí lo metieron sus tías que disque lo querían un chingo. Logró escaparse en uno de esos días que salían a vender dulces a las micros. No le dio la vuelta a la ruta como debía y se bajó en Viaducto. Ahí mero estaba el puente en el que haría su casa. Hogar, dulce hogar, decía cuando venía de la tlapalería de comprar su correspondiente estopa. Ahí mero conoció a la Negra, que un día llegó vagando con un niño en brazos. Al principio, en su alucín, el Puntas creyó que era un muñeco porque el pinche chamaco ni lloraba ni se movía. El cabrón, el pinche mojón negro, estaba muerto y el Puntas tuvo que arrebatárselo para tirarlo a la basura. Desde ese día, hay veces que el Puntas escucha llorar un morro antes de dormir, pero entre más activado esté, más fácil lo ignora. Ahí mero se quedó la Negra un buen tiempo.
«La noche sin nombre» || Reseña de Marco Antonio Toriz
Hiram Ruvalcaba (Ciudad Guzmán, Jalisco, 1988) es un escritor de oficio notable. Este libro de reciente publicación, que mereció el Premio Nacional de Cuento Joven “Comala” 2018, es prueba suficiente. En La noche sin nombre, Ruvalcaba demuestra su capacidad para narrar historias terroríficas que no requieren de elementos fantásticos: su poética radica en hacer de lo cotidiano algo extraordinario. Así pues, presenta situaciones que resultan aterradoras, precisamente, por su cercanía; es decir, son historias que podrían ocurrir en realidad (a nosotros mismos, a un familiar o al “amigo de un amigo”): un descuido en la carretera que resulta fatídico, una llamada que detona un recuerdo, un episodio momentáneo de celos…