Una de aquellas semanas en que caía viernes, a Eduardo le dio por hablar de cosas sobrenaturales a la altura de la segunda botella de Añejo Blanco. No estaba solo, siempre se las arreglaba para convoyar al amigo y arrástralo hasta el bar de la facultad con la excusa de que el semestre podía estudiarse en los últimos días. Empezó con el cuento de que a su prima le salió una mancha azul en el brazo el mismo día de la foto de sus quince y era por eso que en el álbum sólo se le veía con ropa de mangas largas. Luego continuó con el dolor que se le clavó al tío en una pestaña, los monólogos de su espejo y la noche en que la luna se le movió de lugar, antes de cederle el turno de eventual narrador a Carlos, quien recogió el vaso, se dio un trago de ron como para coger valor y, aún con el fuego pegado en la garganta, le contó la experiencia que tuvo un año atrás.
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El rey del queso || Cuento de Daniel Molina Pérez
Todas las luces hoy parecen concentradas en el espacio —antes desierto y tranquilo— de la finca Santa Ana, de un municipio con nombre de fruta. Las patrullas reducen la entrada; los neumáticos de una furgoneta de prensa han contaminado con estiércol el peladero de ordeñar; los trípodes de las cámaras cojean en la tierra húmeda cerca de las canoas de agua; la gente que entra choca con gente que sale; los cables coaxiales dan reumáticas vueltas por el suelo de pastoreo. Se mueven y se remueven los aparatos, se calzan y se enderezan: como la ropa desajustada. Y tales son sus ojos de sencillos, y su vida contenida —por falta de urbanidad o por timidez— que puede parecerle fuera de lugar la propia naturaleza que le visitan.