CECILIA
A Karla, por los maravillosos oficios
Tocabas sus ojos con el pensamiento. Ella alumbraba toda la casa. Su paso lado a lado en la alacena, los cuadros y las velas: mestizaje de luz infinita. Miraba el vacío con la infinitud de la que sólo tú podrías sentirte ausente. Dibujaba secuencias de placeres no gratos, ominosa costumbre. Se escondía en la sala mientras llegabas; luego, en las sábanas para dormir junto a tu pecho. El reloj golpeaba callado y entumecía la estrechez de tus manos. Las tardes bajo el mundo transitaban de una a otra esquina entre sus piernas y la suavidad de su espalda. Tu deseo era el olor de una mañana entre su boca: tulipanes, vendimias y dulces de leche. Preguntabas sobre el misterio de tu piel en la suya, el sabor de sus labios: saliva más acida; ‘‘como una toronja disfrazada de fresa’’, decías y juntabas sus ruidos a los tuyos en un trémulo e insostenible puño antes de eyacular. A veces ella cerraba los ojos; otras, lloraba silente en el peso de la oscuridad.