La timbrada destrozó la perfecta calma de la noche después del amor, el silencio construido a voluntad, el sueño plácido que no habría de recordar. Restregándose los ojos buscó torpemente el celular tanteando sobre la mesita al lado de la cama: faltaban catorce minutos para las tres de la madrugada. Número desconocido. Extendió el brazo y le tranquilizó comprobar que ella no se había ido, y dormía respirando sosegadamente. Sintió deseos de orinar y se dirigió al baño caminando con los pies desnudos sobre el frío piso del departamento neoyorquino. Mientras se sacudía vigorosamente el colgajo semiendurecido, el celular volvió a timbrar.