Teófilo Buenaventura esperaba la señal del semáforo para cruzar la calle. Se dirigía al almacén de don Mario, distante a dos cuadras de su casa, en la esquina de calle Latadía y Américo Vespucio.

Creación literaria. Narrativa, poesía, minificción y otros híbridos.
Teófilo Buenaventura esperaba la señal del semáforo para cruzar la calle. Se dirigía al almacén de don Mario, distante a dos cuadras de su casa, en la esquina de calle Latadía y Américo Vespucio.
Sólo el segundo día pudo detenerse a pensar en el contenido que podría esconderse tras algunos títulos. Leyó: El estreno, Las ideas puras, Andanzas del impresor Zollinger, El estupor y la maravilla…Y luego: El niño que jugaba con la luna, El canto del pájaro, El peregrino ruso… Leía un título y cerraba los ojos. Dado que todavía no le era dado realizar su sueño (leer), lo ensoñaba.
Pablo d’Ors
El sendero de los pinos plateados
*
Tañidos con sabor a pan
y no es presencia;
los animales muertos
recuerdan a flores de plástico que he ido dejando
en forma de mensaje
en la orilla,
y recuerdan a todas las conchas que no recogimos, allá en el mar
las calles por las que no habitamos,
las casas de paso en las que nos quedamos
para siempre.
Esta maldita circunstancia
de echar raíces en tierra yerma,
de reconocer en sus grietas
los surcos de las manos.
La desoladora certeza
de que los laberintos
no contienen el cosmos.
La fe en la simetría,
como si se escucharan pasos
al otro lado de los muros,
como si tras los pisos
manara el filo de los clavos,
como si nuestros rastros
deambularan en el arriba
de otra parte fantasma.
¿Acaso somos transparencias
monstruosas dentro del ropero,
los hologramas espectrales
de una dimensión superpuesta?
El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza.
André Maurois
El paso del tiempo deja su huella en cada centímetro de la piel. El ser humano nace, madura y envejece irremediablemente. El andar de los años conlleva experiencia y sabiduría, pero también una constante pugna entre el pasado que conocimos y el futuro que nos depara. Enfrentar la vejez implica encarar el cambio y la ruptura. ¿De qué manera afrontamos cotidianamente el paso del tiempo? ¿Cómo convivimos con la vejez? ¿Cuál es la relación que guardamos con el deterioro de nuestros propios cuerpos? ¿Cómo nos situamos entre el pasado y el presente?
En la superficie ondula
el nombre de la claridad que se nos niega,
la pureza del reflejo antes de hundirnos
(un espejo virgen,
vacío de rumor y movimiento,
de toda imagen, cielo o cuerpo).
Sus negros ojos me recorrían, ávidos, emocionados. Por momentos, el latido de su corazón parecía ir en aumento. La sensación que se había apoderado de ella se reflejaba en cada gesto, a medida que sus delicadas manos avanzaban sobre mí. Le estaba enseñando cómo era el amor entre un hombre y una mujer que se amaban sin fronteras; cómo cada uno era el complemento perfecto del otro; cómo de cada frase surgían los besos apasionado, una entrega total donde sólo existe la pasión. Y el resultado de ello: el sentirse protagonista de un amor grande, donde sólo hay lugar para la felicidad plena. Alrededor, todo era silencio, salvo el canto de un grillo allá en el jardín, entre los arbustos en flor, iluminados por la tenue luz de un farol y de la luna. De todo eso no se percataba, porque estaba transportada a otro punto de la vida misma, en el que la emoción se apoderaba de sus sentidos. Estaba concentrada en esa loca fantasía que yo le estaba ofreciendo; se dejaba guiar a un mundo donde no existía nada a nuestro alrededor. En esta noche ideal, cautivadora, romántica, por un momento se apagó en su interior ese lugar de ensueño y la realidad golpeó sus sentidos. La magia se rompió al percibir algo fuera de lo común en el gran ventanal de la habitación; el cortinado se movía levemente, como si por un resquicio entrase un leve soplo de aire. Se sintió inquieta, atenta, ¿o era su imaginación? De un salto se deslizó del lecho, llegó al lugar y se aseguró de que los postigos estuviesen trabados; no deseaba que nada la apartase de lo que la sumergía en la magia que le estaba ofreciendo. Se sintió como una tonta. Nada había de malo en aquella habitación. Era yo el que la había sumido en un estado de incertidumbre al hacerla gozar de unos momentos románticos con cierto matiz de suspenso, quizás. Volvió a tomarme entre sus manos y me contempló en silencio. Me mantuvo apretado contra su pecho por un instante, pensativa. En su interior había un impulso de continuar descubriendo lo que yo podía ofrecerle. Entonces su vista volvió a quedar fija en mí; sus manos, a deslizarse; ávidas, con premura. Por un instante pareció querer devorarme de una vez. Quería llegar a descubrir todo en ese momento, pero sabía que no podría lograrlo esa noche.
Siempre quise ser un riachuelo, de esos que cruzan senderos y anuncian su llegada a la distancia con el olor perfumado de la tierra mojada que lo abraza. Siempre he querido ser un simple movimiento que no conoce pausas, tan ligero que hasta las rotas hojas secas y piedras solitarias, cayendo en mí para perderse en el fondo, pudieran resurgir con el vaivén de mis ondas acuáticas.
Este es el principio cuando la palabra de los abuelos
era turquesa de dioses ígneos
ahora embolsan —con la obligada ecología—
la caja de cereal, los medicamentos
al tiempo que sus manos conocen la vida labrantía
callada en las ofertas de pasillos
Soy el cuerpo de tu cuerpo
el aire de tu aire
vas de mí como yo de ti